DECRETO
PRESBYTERORUM ORDINIS
SOBRE EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
PROEMIO
1. Repetidas veces ha traído este Sagrado Concilio a la memoria de
todos la excelencia del Orden de los presbíteros en la Iglesia[1].
Y como se asignan a este Orden en la renovación de la Iglesia influjos
de suma trascendencia y más difíciles cada día, ha parecido muy útil
tratar más amplia y profundamente de los presbíteros. Lo que aquí se
dice se aplica a todos los presbíteros, en especial a los que se dedican
a la cura de almas, haciendo las salvedades debidas con relación a los
presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación sagrada
y por la misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a
Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el
que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios,
Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Por lo cual este Sagrado
Concilio declara y ordena lo siguiente para que el ministerio de los
presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias
pastorales y humanas, tan radicalmente cambiadas muchas veces, y se
atienda mejor a su vida.
CAPÍTULO I
EL PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Naturaleza del presbiterado
2. El Señor Jesús, "a quien el Padre santificó y envió al mundo" (Jn.,
10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del
Espíritu con que El está ungido[2]:
puesto que en El todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y
real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales,
y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz
admirable[3]. No hay, pues,
miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo,
sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón[4]
y dar testimonio de El con espíritu de profecía[5].
Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo
cuerpo, en que "no todos los miembros tienen la misma función" (Rom.,
12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la
potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado
del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados[6],
y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en
favor de los hombres. Así, pues, enviados los apóstoles, como El había
sido enviado por el Padre[7],
Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de
los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos[8],
cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros[9],
en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del
presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual
cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió[10].
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal,
participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige
su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone,
ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se
confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la
unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que
los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en
nombre de Cristo Cabeza[11].
Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios
concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de
Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que
sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo[12].
Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el
Pueblo de Dios, de forma que, santificados por el Espíritu Santo todos
los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos "como hostia
viva, santa; agradable a Dios" (Rom., 12, 1). Por el ministerio
de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en
unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus
manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la
Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor[13].
A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los
presbíteros. Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma
su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que "todo
el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos
ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que
se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos el
cuerpo de tan sublime cabeza"[14].
Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio
y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta
gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con
gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su
vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a
la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio
eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a
otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo
al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la
vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará
en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino
a Dios Padre[15].
Condición de los presbíteros en el mundo
3. Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en
favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas
y sacrificios por los pecados[16],
moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor
Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió
entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del
pecado[17]. Ya le imitaron
los santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes,
"elegido para predicar el Evangelio de Dios" (Rom., 1, 1),
atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos[18].
Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su
ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de
Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin
de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama[19].
No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores
de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los
hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición[20].
Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen
a este mundo[21]; pero, al
mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y,
como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a
las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan
la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor[22].
Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian
en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la
fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la
justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol
Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de
justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de
alabanza" (Fil., 4, 8)[23].
CAPÍTULO II
MINISTERIO DE LOS PRESBÍTEROS
I. FUNCIONES DE LOS PRESBÍTEROS
Los presbíteros, ministros de la palabra de Dios
4. El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo[24],
que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes[25].
Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree[26],
los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como
obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo[27],
para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato
del Señor: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda
criatura" (Mc., 16, 15)[28].
Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los
no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza
y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del
Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la predicación por la
palabra de Cristo" (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se
deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio[29]
que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a
Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar[30],
ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles
abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina
de la Iglesia, ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de
Cristo, es siempre su deber enseñar, no su propia sabiduría, sino la
palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a
la santidad[31]. Pero la
predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales
circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes,
debe exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y
abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la
verdad perenne del Evangelio.
Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos,
según las diversas necesidades de los oyentes y los carismas de los
predicadores. En las regiones o núcleos no cristianos, los hombres son
atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje
evangélico[32]; pero en la
comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o
creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra
para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe,
que procede de la palabra y de ella se nutre[33].
Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la
celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la
resurrección del Señor y la respuesta del pueblo que escucha se unen
inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su
sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el
deseo o con la recepción del sacramento[34].
Los presbíteros, ministros de los sacramentos y de la
Eucaristía
5. Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los
hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan
humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a
los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando
de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las
cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu
efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia[35].
Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el
Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con
la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración,
sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo.
En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San
Ignacio Mártir[36], ya en
los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen
jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en
cada una de las asambleas de los fieles[37].
Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios
eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía
y hacia ella se ordenan[38].
Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la
Iglesia[39], es decir,
Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el
Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de
esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus
trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la
Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los
catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la
Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y
Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan
plenamente en el Cuerpo de Cristo.
Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de
los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los
fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina
y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el
ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón
contrito a la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de forma que se
conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras:
"Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17). Les
enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada
liturgia, de forma que en ella lleguen también a una oración sincera;
les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más
perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con
las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de
los deberes del propio estado, y a los más fervorosos les atraen hacia
la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la condición de
cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus
corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo
a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo[40].
Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la
Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día
en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a
Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el
mundo.
La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada
Eucaristía, y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y
solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador,
ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y
dispuesta para la oración y para las funciones sagradas[41].
En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud
a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida
divina en los miembros de su Cuerpo[42].
Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre
todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico
las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día
con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Los presbíteros, rectores del pueblo de Dios
6. Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio
de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de
Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio
de Cristo en el Espíritu[43].
Mas para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras
funciones del presbítero, se confiere la potestad espiritual, que,
ciertamente, se da para la edificación[44].
En la edificación de la Iglesia los presbíteros deben vivir con todos
con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse con
ellos, no según el beneplácito de los hombres[45],
sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana,
enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos[46],
a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo,
arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim.,
4, 2)[47].
Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe,
el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los
fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación
según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con
que Cristo nos liberó[48].
De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las
asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los
hombres para que consigan la madurez cristiana[49].
En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué
hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos
acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a
no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de
la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que recibió[50]
y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana.
Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de
una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor
se presenta asociado[51], y
cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica[52].
También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y a los
cónyuges y padres de familia. Es de desear que éstos se reúnan en grupos
amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud
su vida cristiana, penosa en muchas ocasiones. No olviden los
presbíteros que todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la
porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para
su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin,
con toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y
confortándolos en el Señor[53].
Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los
fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la
auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender debidamente al espíritu
de comunidad, debe abarcar, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia
universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles,
sino que, imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos
los hombres el camino hacia Cristo. Siente, con todo, una obligación
especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que formar
gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.
No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y
quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía[54]:
por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de
comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir
lo mismo a las obras da caridad y de mutua ayuda de unos para con otros,
que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano.
Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración,
por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad
respecto a las almas que debe llevar a Cristo. Porque ella es un
instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su
Iglesia a los que todavía no creen, que anima también a los fieles, los
alimenta y fortalece para la lucha espiritual.
En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no
favorecen a ninguna ideología ni partido humano, sino que, como
mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia, empeñan toda su labor
en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo.
II. RELACIONES DE LOS PRESBÍTEROS
CON OTRAS PERSONAS
Relación entre los obispos y los presbíteros
7. Todos los presbíteros, juntamente con los obispos, participan de
tal modo el mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la
misma unidad de consagración y de misión exige una unión jerárquica de
ellos con el Orden de los obispos[55],
unión que manifiestan perfectamente a veces en la concelebración
litúrgica, y unidos a los cuales profesan que celebran la comunión
eucarística[56]. Por tanto,
los obispos, por el don del Espíritu Santo que se ha dado a los
presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios
colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de
santificar y de apacentar la plebe de Dios[57].
Cosa que proclaman cuidadosamente los documentos litúrgicos ya desde los
antiguos tiempos de la Iglesia, al pedir solemnemente a Dios sobre el
presbítero que se ordena la infusión "del espíritu de gracia y de
consejo, para que ayude y gobierne al pueblo con corazón puro"[58],
como se propagó en el desierto el espíritu de Moisés sobre las almas de
los setenta varones prudentes[59],
"con cuya colaboración en el pueblo gobernó fácilmente multitudes
innumerables"[60]. Por esta
comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio, tengan los obispos
a sus sacerdotes como hermanos y amigos[61],
y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su
bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae
principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes[62]:
tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación
de su presbiterio[63].
Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre
las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis. Y para
que esto sea una realidad, constitúyase de una manera apropiada a las
circunstancias y necesidades actuales[64],
con estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o
senado[65] de sacerdotes,
representantes del presbiterio, que puedan ayudar eficazmente, con sus
consejos, al obispo en el régimen de la diócesis.
Los presbíteros, por su parte, considerando la plenitud del
Sacramento del Orden de que están investidos los obispos, acaten en
ellos la autoridad de Cristo, supremo Pastor. Estén, pues, unidos a su
obispo con sincera caridad y obediencia[66].
Esta obediencia sacerdotal, ungida de espíritu de cooperación, se funda
especialmente en la participación misma del ministerio episcopal que se
confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión
canónica[67].
La unión de los presbíteros con los obispos es mucho más necesaria en
estos tiempos, porque en ellos, por diversas causas, las empresas
apostólicas, no solamente revisten variedad de formas, sino que además
es necesario que excedan los límites de una parroquia o de una diócesis.
Ningún presbítero, por ende, puede cumplir cabalmente su misión aislada
o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros
presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la
Iglesia.
Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros
8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del
Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad
sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo
servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen
a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal
para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los
presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya
se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos
manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de
la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya
desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al
apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación
del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples
trabajos y nuevas adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que
todos los presbíteros, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente
para ser siempre cooperadores de la verdad[68].
Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por
vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de
fraternidad: esto se expresa litúrgicamente ya desde los tiempos
antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus
manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el obispo ordenante, y
cuando concelebran la Sagrada Eucaristía unidos cordialmente. Cada uno
de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la
caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se
manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que
conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre[69].
Por lo cual, los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como
verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del
ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de
la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su
vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo
sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren
gustosos.
Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la
hospitalidad[70],
practiquen la beneficencia y la asistencia mutua[71],
preocupándose sobre todo de los que están enfermos, afligidos, demasiado
recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria, y de los que
se ven perseguidos[72].
Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, pensando en aquellas
palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los
apóstoles cansados: "Venid a un lugar desierto, y descansad un poco" (Mc.,
6, 31). Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en
el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en
el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la
soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de
vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas
necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común, donde
sea posible; de mesa común, o a lo menos de frecuentes y periódicas
reuniones. Hay que tener también en mucha estima y favorecer
diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la
competente autoridad eclesiástica, por una apta y convenientemente
aprobada ordenación de la vida y por la ayuda fraterna, pretenden servir
a todo el orden de los presbíteros.
Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio,
siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que
se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como
hermanos y aconséjenles discretamente, si es necesario. Manifiesten
siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron en
algo, pidan por ellos instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad
como hermanos y amigos.
Trato de los presbíteros con los seglares
9. Los sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del
Sacramento del Orden ejercen el ministerio de padre y de maestro,
importantísimo y necesario en el pueblo y para el pueblo de Dios, sin
embargo, son, juntamente con todos los fieles cristianos, discípulos del
Señor, hechos partícipes de su reino por la gracia de Dios que llama[73].
Con todos los regenerados en la fuente del bautismo los presbíteros son
hermanos entre los hermanos[74],
puesto que son miembros de un mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación
se exige a todos[75].
Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando, no
sus intereses, sino los de Jesucristo[76],
trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos a
imitación del Maestro, que entre los hombres "no vino a ser servido,
sino a servir, y dar su vida en redención de muchos" (Mt., 20,
28). Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de
los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en
la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa
libertad que todos tienen en la ciudad terrestre. Escuchen con gusto a
los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y aceptando su
experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana,
a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos.
Examinando los espíritus para ver si son de Dios[77],
descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los
seglares, tanto los humildes como los más elevados; reconociéndolos con
gozo y fomentándolos con diligencia. Entre los otros dones de Dios, que
se hallan abundantemente en los fieles, merecen especial cuidado
aquellos por los que no pocos son atraídos a una vida espiritual más
elevada. Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en
servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción,
invitándolos incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia
iniciativa[78].
Piensen, por fin, los presbíteros que están puestos en medio de los
seglares para conducirlos a todos a la unidad de la caridad: "amándose
unos a otros con amor fraternal, honrándose a porfía mutuamente" (Rom.,
12, 10). Deben, por consiguiente, los presbíteros consociar las diversas
inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de
los fieles. Son defensores del bien común, del que tienen cuidado en
nombre del obispo, y al propio tiempo defensores valientes de la verdad,
para que los fieles no se vean arrastrados por todo viento de doctrina[79].
A su especial cuidado se encomiendan los que se retiraron de los
Sacramentos, e incluso quizá desfallecieron en la fe; no dejen de
llegarse a ellos, como buenos pastores.
Atendiendo a las normas del ecumenismo[80],
no se olvidarán de los hermanos que no disfrutan de una plena comunión
eclesiástica con nosotros.
Tendrán, por fin, como encomendados a sus cuidados a todos los que no
conocen a Cristo como a su Salvador.
Los fieles cristianos, por su parte, han de sentirse obligados para
con sus presbíteros, y por ello han de profesarles un amor filial, como
a sus padres y pastores; y al mismo tiempo, siendo partícipes de sus
desvelos, ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su
trabajo, para que éstos logren superar convenientemente sus dificultades
y cumplir con más provecho sus funciones[81].
III. DISTRIBUCIÓN DE LOS PRESBÍTEROS
Y VOCACIONES SACERDOTALES
10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación
no los dispone para una misión limitada y restringida, sino para una
misión amplísima y universal de salvación "hasta los extremos de la
tierra" (Act., 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal
participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por
Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud
participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a
todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de
sangre, de nación o de edad, como ya se significa de una manera
misteriosa en la figura de Melquisedec[82].
Piensen, por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la
solicitud de todas las iglesias. Por lo cual, los presbíteros de las
diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente
dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del
propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la
carencia de clero.
Revísense además las normas sobre la incardinación y excardinación,
de forma que, permaneciendo firme esta antigua disposición, respondan
mejor a las necesidades pastorales del tiempo. Y donde lo exija la
consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la
conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras
pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar
a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra.
Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios
internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras
providencias por el estilo, en las que puedan entrar o incardinarse los
presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay
que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de
los ordinarios del lugar.
Sin embargo, en cuanto sea posible, no se envíen aislados los
presbíteros a una región nueva, sobre todo si aún no conocen bien la
lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en tres, a la
manera de los discípulos de Cristo[83],
para que se ayuden mutuamente. Es necesario también prestar un cuidado
exquisito a su vida espiritual y a su salud de la mente y del cuerpo; y
en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de
trabajo conformes con la idiosincrasia de cada uno. Es también muy
conveniente que todos los que se dirigen a una nueva nación procuren
conocer cabalmente, no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la
índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que
quieren servir humildemente, uniéndose con él cuanto mejor puedan, de
forma que imiten el ejemplo del apóstol Pablo, que pudo decir de sí
mismo: "Pues siendo del todo libre, me hice siervo de todos, para
ganarlos a todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los
judíos" (1 Cor., 9, 19-20).
Atención de los presbíteros a las vocaciones sacerdotales
11. El Pastor y Obispo de nuestras almas[84]
constituyó su Iglesia de forma que el Pueblo que eligió y adquirió con
su sangre[85] debía tener
sus sacerdotes siempre, y hasta el fin del mundo, para que los
cristianos no estuvieran nunca como ovejas sin pastor[86].
Conociendo los apóstoles este deseo de Cristo, por inspiración del
Espíritu Santo, pensaron que era obligación suya elegir ministros
"capaces de enseñar a otros" (2 Tim., 2, 2). Oficio que
ciertamente pertenece a la misión sacerdotal misma, por lo que el
presbítero participa en verdad de la solicitud de toda la Iglesia para
que no falten nunca operarios al Pueblo de Dios aquí en la tierra. Pero,
ya que "hay una causa común entre el piloto de la nave y el navío..."[87],
enséñese a todo el pueblo cristiano que tiene obligación de cooperar de
diversas maneras, por la oración perseverante y por otros medios que
estén a su alcance[88], a
fin de que la Iglesia tenga siempre los sacerdotes necesarios para
cumplir su misión divina. Ante todo, preocúpense los presbíteros de
exponer a los fieles, por el ministerio de la palabra y con el
testimonio propio de su vida, que manifieste abiertamente el espíritu de
servicio y el verdadero gozo pascual, la excelencia y necesidad del
sacerdocio; y de ayudar a los que prudentemente juzgaren idóneos para
tan gran ministerio, sean jóvenes o adultos, sin escatimar
preocupaciones ni molestias, para que se preparen convenientemente y,
por tanto, puedan ser llamados algún día por el obispo, salva la
libertad interna y externa de los candidatos. Para lograr este fin es
muy importante la diligente y prudente dirección espiritual. Los padres
y los maestros, y todos aquellos a quienes atañe de cualquier manera la
formación de los niños y de los jóvenes, edúquenlos de forma que,
conociendo la solicitud del Señor por su rebaño y considerando las
necesidades de la Iglesia, estén preparados a responder generosamente
con el profeta al Señor, si los llama: "Heme aquí, envíame" (Is.,
6, 8). No hay, sin embargo, que esperar que esta voz del Señor que llama
llegue a los oídos del futuro presbítero de una forma extraordinaria.
Más bien hay que captarla y juzgarla por las señales ordinarias con que
a diario conocen la voluntad de Dios los cristianos prudentes; señales
que los presbíteros deben considerar con mucha atención[89].
A ellos se recomienda encarecidamente las obras de las vocaciones, ya
diocesanas, ya nacionales[90].
Es necesario que en la predicación, en la catequesis, en la prensa se
declaren elocuentemente las necesidades de la Iglesia, tanto local como
universal; se expongan a la luz del día el sentido y la dignidad del
ministerio sacerdotal, puesto que en él se entreveran tantos trabajos
con tantas satisfacciones, y en el cual, sobre todo, como enseñan los
padres, puede darse a Cristo el máximo testimonio del amor[91].
CAPÍTULO III
LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
I. VOCACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS
A LA PERFECCIÓN
12. Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con
Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración y
edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del
orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los
fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran
vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma
debilidad humana[92], a
seguir la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos,
como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt., 5, 48). Los sacerdotes
están obligados especialmente a adquirir aquella perfección, puesto que,
consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se
constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder
proseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró, con
divina eficacia, todo el género humano[93].
Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo
Cristo, tiene también, al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada
y a todo el pueblo de Dios, la gracia singular de poder conseguir más
aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y la de que
sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros
fue hecho Pontífice "santo, inocente, inmaculado, apartado de los
pecadores" (Hb., 7, 26).
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo[94],
"se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y
adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas" (Tit.,
2, 14), y así, por su pasión, entró en su gloria[95];
semejantemente los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu
Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de
la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta
forma pueden caminar hacia el varón perfecto[96],
en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo.
Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia[97],
se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al
Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a
la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan
cada día, como por todo su ministerio, que ejercitan en unión con el
obispo y con los presbíteros. Mas la santidad de los presbíteros
contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio
ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la
salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios
prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de
quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su
íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el
apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2,
20).
Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos
pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del
Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta
vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos
recomendados por la Iglesia[98],
aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en
día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el
Pueblo de Dios.
El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere
y favorece a un tiempo la santidad
13. Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo
sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.
Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente
la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo
procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor
cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo:
"Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu
aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la
enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a
los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo
pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado[99],
saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo" (Ef.,
3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios[100].
Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones[101]
y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de Dios[102],
en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo
Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo,
participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos[103],
ha sido revelado en Cristo.
Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los
presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a
sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar
lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor,
procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias[104].
En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes
desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de
nuestra redención[105],
y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria,
la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una
acción de Cristo y de la Iglesia[106].
Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote,
se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del
Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a
los fieles como pan eucarístico. De igual forma se unen con la intención
y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos,
especialmente cuando para la administración del Sacramento de la
Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo
piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la
Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género
humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por
nosotros" (Hb., 7, 25).
Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la
caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas[107],
preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de
los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su
vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme
esperanza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Hb.,
10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud de la fe"
(Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles[108],
para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo
consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos[109];
como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del pastor de
las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus
conveniencias, sino la de muchos, para que se salven[110],
progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber
pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos
caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde
quiere[111].
Unidad y armonía de la vida de los presbíteros
14. Siendo en el mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar
los hombres y tanta la diversidad de los problemas, que los angustian y
que muchas veces tienen que resolver precipitadamente, no es raro que se
vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones. Y los
presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su
ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su
vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la
vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la
obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad,
por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los
presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de
Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le
envió a completar su obra[112].
En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad
del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y
por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su
vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida
uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la
entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado[113].
De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo
ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección
sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad
pastoral[114] fluye sobre
todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro
y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa
en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no
puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más
íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.
Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren
todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios[115];
es decir, la conformidad de los proyectos con las normas de la misión
evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para
con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide
que los presbíteros, para no correr en vano[116],
trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros
hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la
unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia,
y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el
Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo[117].
II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES CARACTERÍSTICAS
EN LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Humildad y obediencia
15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de
los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que
están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino la voluntad de
quien los envió[118].
Porque la obra divina, para cuya realización los tomó el Espíritu Santo[119],
trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues
"Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1
Cor., 1, 27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero
ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios[120],
y como encadenado por el Espíritu[121],
es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres
se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres
diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en
el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos
de su vida.
Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma
Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo
el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que,
actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la
obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con
espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del
Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose y
agotándose de buena gana[122]
en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde y pobre que
sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus
hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó
en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del
Cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos que lo nutren"[123].
Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de
Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los
presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente
nuevos caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente
sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño a
ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes
desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.
Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y
voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo
Jesús, que "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo..., hecho
obediente hasta la muerte" (Fil., 2, 7-9). Y con esta obediencia
venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol:
"Por la desobediencia de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así
también, por la obediencia de uno muchos serán hechos justos" (Rom.,
5, 19).
Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia
16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos,
recomendada por nuestro Señor[124],
aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los
siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos,
siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente
para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de
la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el
mundo[125]. No es exigida
ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la
práctica de la Iglesia primitiva[126]
y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de
aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la
gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que
recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en
modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las
Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que
recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la
santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al
rebaño que se les ha confiado[127].
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque
toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva
humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su
Espíritu, y que trae su origen "no de la sangre, ni de la voluntad
carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13).
Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el
reino de los cielos[128],
se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más
fácilmente con un corazón indiviso[129],
se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los
hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración
sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la
paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los
hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es
decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a
Cristo como una virgen casta[130],
y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha
de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a
Cristo como Esposo único[131].
Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya
por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no
tomarán maridos ni mujeres[132].
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión,
el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue
impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran
promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta
legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el
presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan
conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente
otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia
los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo,
más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los
presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente
el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con
magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con
fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan
claramente ensalza el Señor[133],
y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se
expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas
personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor
humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la
Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes
la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas
sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de
seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la
Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual.
Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino
también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don
del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre
abundantemente ese don a su Iglesia.
Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza
voluntaria
17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás
hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos
y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque viven en el
mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo, según la
sentencia del Señor, nuestro Maestro[134].
Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen[135],
llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación
desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida
ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual
con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes
terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la
misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los
bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del
hombre. Agradezcan, pus, todo lo que el Padre celestial les concede para
vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de
la fe todo lo que se les presenta, para usar de los bienes según la
voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción y herencia"
(núms. 18, 20), deben usar los bienes temporales tan sólo para los fines
a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo
Señor y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza,
deben administrarlos los sacerdotes según las normas de las leyes
eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de expertos
seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución
es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el
mantenimiento del culto divino, para procurar la honesta sustentación
del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la
caridad, sobre todo con los necesitados[136].
En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún
oficio eclesiástico, salvo el derecho particular[137],
los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar,
a su honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de su propio
estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y
para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como
una ganancia, ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal[138].
Por ello los sacerdotes, teniendo el corazón despegado de las riquezas[139],
han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente
de toda especie de comercio.
Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para
asemejarse más claramente a Cristo y estar más dispuestos para el
ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza[140].
Y los apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de
Dios hay que distribuirlo gratuitamente[141],
sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad[142].
Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se
alaba en la historia de la Iglesia primitiva[143],
prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de
vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de
pobreza que Cristo recomienda.
Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo
envió a evangelizar a los pobres[144],
los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes
discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a
los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su
morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más
pobre, recele frecuentarla.
III. RECURSOS PARA LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Recursos para fomentar la vida espiritual
18. Para que los presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo en
todas las circunstancias de la vida, además del ejercicio consciente de
su ministerio, cuentan con los medios comunes y particulares, nuevos y
antiguos, que nunca deja de suscitar en el pueblo de Dios el Espíritu
Santo, y que la Iglesia recomienda, e incluso manda alguna vez, para la
santificación de sus miembros[145].
Entre todas las ayudas espirituales sobresalen los actos con que los
cristianos se nutren de la palabra de Dios en la doble mesa de la
Sagrada Escritura y de la Eucaristía[146];
a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación asidua
para la santificación propia de los presbíteros.
Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo
Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre
todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que,
preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la
necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias.
A la luz de la fe, nutrida con la lectura divina, pueden buscar
cuidadosamente las señales de la voluntad divina y los impulsos de su
gracia en los varios aconteceres de la vida, y hacerse, con ello, más
dóciles cada día para su misión recibida en el Espíritu Santo. En la
Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta
docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó
totalmente al misterio de la redención de los hombres[147];
veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta
Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de
su ministerio.
Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente el
coloquio divino con Cristo Señor en la visita y en el culto personal de
la Sagrada Eucaristía; practiquen gustosos el retiro espiritual y
aprecien mucho la dirección espiritual. De muchas maneras, especialmente
por la recomendada oración mental y variadas fórmulas de oraciones, que
eligen a su gusto, los presbíteros buscan y piden instantemente a Dios
el verdadero espíritu de oración con que ellos mismos, juntamente con la
plebe que se les ha confiado, se unen íntimamente con Cristo Mediador
del Nuevo Testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción: "Abba,
Padre" (Rom., 8, 15).
Estudio y ciencia pastoral
19. En el sagrado rito de la Ordenación el obispo recomienda a los
presbíteros que "estén maduros en la ciencia" y que su doctrina sea
"medicina espiritual para el pueblo de Dios"[148].
Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de
una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se
obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura[149],
y se nutre también fructuosamente con el estudio de los santos Padres y
Doctores, y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder
convenientemente a los problemas propuestos por los hombres
contemporáneos, conviene que los presbíteros conozcan los documentos del
Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y de los Romanos Pontífices,
y consulten a los mejores y probados escritores de Teología.
Pero como en nuestros tiempos la cultura humana, y también las
ciencias sagradas, avanzan con un ritmo nuevo, los presbíteros se ven
impulsados a completar convenientemente y sin intermisión su ciencia
divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para entablar más
ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo.
Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente a los estudios y
capten con más eficacia los métodos de la evangelización y del
apostolado, prepárenseles cuidadosamente los medios necesarios, como son
la organización de cursos y de congresos, según las condiciones de cada
país, la erección de centros destinados a los estudios pastorales, la
fundación de bibliotecas y una conveniente dirección de los estudios por
personas competentes. Consideren, además, los obispos, o en particular,
o reunidos entre sí, el modo más conveniente de conseguir que todos los
presbíteros, en tiempo determinado, sobre todo en los primeros años
después de su Ordenación[150],
puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión de conseguir
un conocimiento más completo de los métodos pastorales y de la ciencia
teológica, y, sobre todo, de fortalecer su vida espiritual y de
comunicarse mutuamente con los hermanos las experiencias apostólicas[151].
Ayúdese especialmente con estas y otras atenciones oportunas también a
los neo-párrocos y a los que se destinan para una nueva empresa
pastoral, o a los que se envían a otra diócesis o nación.
Procuren, por fin, los obispos que se dediquen algunos más
profundamente a la ciencia divina, a fin de que nunca falten maestros
idóneos para formar a los clérigos, para ayudar a los otros sacerdotes y
a los fieles a conseguir la doctrina que necesitan, y para fomentar el
sano progreso en las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario
en la Iglesia.
Hay que proveer la justa remuneración de los presbíteros
20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el
cumplimiento de la misión que se les ha confiado, son dignos de recibir
la justa remuneración, porque "el obrero es digno de su salario" (Lc.,
10, 7)[152], y "el Señor
ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio" (1
Cor., 9, 14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma
la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la
obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para
vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo
al bien de los fieles. Los obispos, por su parte, tienen el deber de
avisar a los fieles acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien
cada uno para su diócesis o mejor varios en unión para el territorio
común, que se establezcan normas con que se mire por la honesta
sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función en
servicio del pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha de
recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo mismo y de las
condiciones de lugares y de tiempos, sea fundamentalmente la misma para
todos los que se hallen en las mismas circunstancias, corresponda a su
condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las
personas dedicadas al servicio de los presbíteros, sino también ayudar
personalmente, de algún modo, a los necesitados, porque el ministerio
para con los pobres lo apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus
principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los
presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones:
los obispos deben procurar que lo puedan tener los presbíteros.
Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan
los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman
beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte
beneficial, o el derecho a los réditos dotales añejos al beneficio, se
considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al
propio oficio eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en lo
sucesivo cualquier cargo conferido establemente para ejercer un fin
espiritual.
Hay que establecer fondos comunes de bienes
y ordenar una previsión social en favor de los presbíteros
21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos en la
primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que "todo lo tenían en común" (Act.,
4, 32) "y a cada uno se le repartía según su necesidad" (Act., 4,
35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que
la sustentación del clero depende total o parcialmente de donativos de
los fieles, recoja los bienes ofrecidos a este fin una institución
diocesana, que administra el obispo con la ayuda de sacerdotes
delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos
en economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada
diócesis o región se constituya un fondo común de bienes con que puedan
los obispos satisfacer otras obligaciones, y con que también las
diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de forma que la
abundancia de aquellas alivie la escasez de éstas[153].
Este fondo ha de constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los
fieles, pero también por los bienes que provienen de otras fuentes, que
el derecho ha de concretar.
Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente
organizada la previsión social en favor del clero, procuren las
Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las leyes
eclesiásticas y civiles, se establezcan, o bien instituciones
diocesanas, también federadas entre sí, o bien instituciones organizadas
a un tiempo para varias diócesis, o bien una asociación establecida para
todo el territorio, por las que, bajo la atención de la jerarquía, se
provea suficientemente a la que llaman conveniente seguro o asistencia
sanitaria, y a la debida sustentación de los presbíteros enfermos,
inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez
erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos,
tomando parte en sus tribulaciones[154],
considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden
practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse
plenamente a la salvación de las almas. Procuren aquellos a quienes
competa que estas instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí,
para que consigan más consistencia y se propaguen más ampliamente.
CONCLUSIÓN Y EXHORTACIÓN
22. Este Sagrado Concilio, aun teniendo presente los gozos de la vida
sacerdotal, no puede olvidar las dificultades en que se ven los
presbíteros en las actuales circunstancias de la vida de hoy. Sabe
también cuánto se transforman las condiciones económicas y sociales e
incluso las costumbres humanas, y cuánto se muda el orden de valores en
el aprecio de los hombres; por lo cual los ministros de la Iglesia, e
incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este mundo
como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las
palabras para poder comunicar con él. Porque los nuevos impedimentos que
obstaculizan la fe, la aparente esterilidad del trabajo realizado, y la
acerba soledad que sienten pueden ponerles en peligro de que decaigan
sus ánimos.
Pero Dios amó de tal forma al mundo, cual hoy se confía al amor y al
ministerio de los presbíteros de la Iglesia, que dio por él a su Hijo
Unigénito[155]. En
efecto, este mundo, dominado, es cierto, por muchos pecados, pero dotado
también de no pequeñas facultades, ofrece a la Iglesia piedras vivas[156],
que se estructuran para morada de Dios en el Espíritu[157].
El mismo Espíritu Santo, mientras impulsa a la Iglesia a abrir nuevos
caminos para llegar al mundo de este tiempo, sugiere también y alienta
las convenientes acomodaciones del ministerio sacerdotal.
Recuerden los presbíteros que nunca están solos en su trabajo, sino
sostenidos por la virtud todopoderosa de Dios: y creyendo en Cristo, que
los llamó a participar de su sacerdocio, entréguense con toda confianza
a su ministerio, sabedores de que Dios es poderoso para aumentar en
ellos la caridad[158].
Recuerden también que tienen como cooperadores a sus hermanos en el
sacerdocio, más aún, a todos los fieles del mundo. Porque todos los
presbíteros cooperan en la consecución del plan salutífero de Dios, es
decir, en el misterio de Cristo o sacramento oculto desde hace siglos en
Dios[159], que no se
lleva a efecto más que poco a poco, esforzándose de consuno todos los
ministerios para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que se
complete la medida de su tiempo. Estando todo escondido con Cristo en
Dios[160], puede
percibirse, sobre todo, por la fe. Y es necesario que los guías del
pueblo de Dios caminen por la fe, siguiendo el ejemplo de Abraham el
fiel, que por la fe "obedeció y salió hacia la tierra que había de
recibir en herencia, pero sin saber adónde iba" (Hb., 11, 8). En
efecto, el dispensador de los misterios de Dios puede compararse al
hombre que siembre en un campo, del que dijo el Señor: "Y ya duerma, ya
vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa
cómo" (Mc., 4, 27).
Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al
mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras
una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio
porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora
en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe
de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y
fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado
Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del
mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más
de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros,
a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef., 3,
20-21).
Todas y cada una de las cosas de este Decreto fueron del agrado de
los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad
conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el
Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que,
decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica.
NOTAS
[1] Conc. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia,
AAS 56 (1964), p. 97 ss.; Const. dogm. Lumen Gentium,
sobre la Iglesia: AAS 57 (1965), p. 5 ss.; Decr. Christus
Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la
Iglesia, del 28 de octubre de 1965; Decr. Optatum totius,
sobre la formación sacerdotal, del 28 de octubre de 1965.
[2] Cf. Mt.,
3, 16; Lc., 4, 18; Act., 4, 27; 10, 38.
[3] Cf. 1 Pedr.,
2, 5 y 9.
[5] Cf. Apoc.,
19, 10; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 35:
AAS 57 (1965), pp. 40-41.
[6] Conc. Trident.
Sess. 23, cap. 1 y can. 1: Denz., 957, 7, 961 (1764 y
1771).
[7] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 18: AAS 57 91965), pp.
14-15.
[8] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp.
33-36.
[10] Cf. Pontif.
Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio. Estas
palabras se encuentran ya en el Sacramentario Veronensi,
ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; también en el Libro
Sacramentorum Romanae Ecclesiae, ed. L. C. Mohlberg, Roma,
1960, p. 25; en el Missale Francorum, ed. L. C. Mohlberg,
Roma, 1957, p. 9; en el Pontif. Romano Germánico, ed.
Vogel-Elze, Citta del Vaticano, 1963, vol. I, p. 34.
[11] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 10: AAS 57 (1965), pp.
14-15.
[12] Cf. Rom.,
15, 16 gr.
[14] S. Augustinus,
De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284.
[17] Cf. Hebr.,
2, 17, 4, 15.
[18] Cf. 1 Cor.,
9, 19-23 Vg.
[20] Cf. Pablo VI,
Encicl. Ecclesiam Suam, del 6 de agosto de 1964: AAS 56
(1964), pp. 627 y 638: "Este estudio de perfeccionamiento
espiritual y moral se ve estimulado aun exteriormente por las
condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. No puede
permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que
le rodea. Estos cambios influyen de mil maneras en ella, y le
imponen su marcha y sus condiciones. Es evidente que la Iglesia
no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los
miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura,
aceptan sus leyes, adoptan sus costumbres. Este contacto
inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una
continua situación problemática, hoy gravísima... He aquí cómo
enseñaba S. Pablo a los cristianos de la primera generación: "No
os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. ¿Qué consorcio
hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la
luz y las tinieblas?..., ¿Qué participación tiene el fiel con el
infiel?" (2 Cor., 6, 14-15). La pedagogía cristiana
deberá recordar siempre al discípulo de nuestro tiempo esta su
privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el
mundo, según el deseo mismo de Jesús que antes citamos con
respecto a sus discípulos: "No pido que los saques del mundo,
sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no
soy del mundo" (Jn., 17, 15-16). La Iglesia hace suya
esta oración.
Sin embargo, esta diferencia no es lo mismo que separación, ni
manifiesta indiferencia, ni miedo, ni desprecio. Pues cuando la
Iglesia se distingue de la humanidad está tan lejos de
oponérsele que, incluso, está unida a ella.
[23] Cf. S.
Policarpo, Epist. ad Philippenses, VI, 1 (ed. F. X. Funk,
Patres Apostolici, I, p. 303): "Sean los presbíteros inclinados
a la conmiseración, misericordiosos para con todos, conduzcan a
buen camino a los que yerran, visiten a todos los enfermos, no
desprecien a las viudas, a los pupilos, ni a los pobres; por el
contrario, preocúpense siempre del bien delante de Dios y de los
hombres, absténgase de la ira, de la acepción de personas; vivan
lejos de toda avaricia, no crean fácilmente lo que se dice
contra otros, no sean demasiado severos cuando juzgan, sabiendo
que todos somos deudores del pecado".
[24] Cf. 1 Pedr.,
1, 23; Act., 6, 7; 12, 24; S. Agustín, In Ps., 44,
23: PL 36, 508: "Predicaron (los apóstoles) la palabra de la
verdad y engendraron las iglesias".
[25] Cf. Mt.,
2, 7; 1 Tim., 4, 11-13; 2 Tim., 4, 5; Tim.
1, 9.
[27] Cf. 2 Cor.,
11, 7. Lo que se dice de los obispos puede aplicarse también a
los presbíteros, por ser sus cooperadores. Cf. Statuta
Ecclesiae Antiqua, c. 3: ed. Ch. Munier, París, 1960, p. 79:
Decretum Gratiani, C. 6, D, 88: ed. Friedberg, 1, 307;
Conc. Trident. Decr. De Reform. Sess. V, c. 2, n. 9:
Conc. Oec. Decreta, ed. Herder, Roma, 1963, p. 645; Sess.
XXIV, c. 4 (p. 739); Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia,
n. 25: AAS 57 (1965), pp. 29-31.
[28] Cf.
Constitutiones Apostolorum, II, 26, 7 (ed. F. X. Funk,
Didascalia et Constitutiones Apostolorum, I, Paderborn,
1905, p. 105): "Sean (los presbíteros) maestros de la ciencia
divina, puesto que el Señor nos envió con estas palabras: Id y
enseñad, etc.". El Sacramentarium Leonianum y los demás
sacramentarios hasta el Pontifical Romano, Prefacio en la
ordenación del presbítero: "Con esta providencia, Señor, diste a
los apóstoles de tu Hijo maestros de la fe como compañeros, y
llenaron el mundo con predicaciones acertadas". Liber Ordinum
Liturgiae Mozarabicae, Prefacio para la ordenación del
presbítero: "Maestro de las muchedumbres y gobernante de los
súbditos, mantenga en orden la fe católica y anuncie a todos la
verdadera salvación" (Ed. M. Férotin, París, 1904, col. 55).
[31] Cf. Rito de la
ordenación del presbítero en la Iglesia alejandrina de los
jacobistas: "... Congrega tu pueblo a la palabra de la doctrina,
como la madre que da calor a sus hijos". (H. Denzinger, Ritus
Orientalium, tom. II, Würzburg, 1863, p. 14).
[32] Cf. Mt.,
28, 19; Mc., 16, 16: Tertuliano, De baptismo, 16;
S. Atanasio, Oratio 40 contra Arianos, 42: PG 26, 237; S.
Jerónimo, In Matt., 28, 19: PL 26, 218 BC: "En primer
lugar enseñan a todas las gentes, y una vez enseñadas las bañan
con el agua. Porque no es posible que el cuerpo reciba el
sacramento del bautismo, si antes no ha recibido el alma la
verdad"; Santo Tomás de Aquino, In primam Decretalem:
Nuestro Salvador, al enviar a sus discípulos a predicar, les
mandó estas dos cosas: En primer lugar, que enseñaren la fe; en
segundo, que dieran a los creyentes los sacramentos.
[33] Cf. Conc.
Vatic. II, Const. dogm. De Sacra Liturgia, n. 35, 2: AAS
56 (1964), p. 109.
[34] Cf. Ibídem,
nn. 33, 35, 48, 52; ib., pp. 108-109, 113, 114.
[35] Cf. Ibídem,
n. 7, pp. 100-101; Pío XII, Encícl. Mystici Corporis, del
29 de junio de 1943: AAS 35 (1943), p. 230.
[36] San Ignacio
Mártir, Smyrn., 8, 1-2: Ed. Funk, p. 282, 6-15;
Constitutiones Apostolorum, VIII, 12, 3: Ed. F. X. Funk, p.
496; VIII, 2, p. 532.
[37] Cf. Conc.
Vatic. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57
(1965), pp. 33-36.
[38] "La Eucaristía
es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos
los Sacramentos" (Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 73,
a. 3 c.); cf. Summa Theol., III, q. 65, a. 3.
[39] Cf. Santo
Tomás, Summa Theol., III, q. 66, a. 3, ad 1; y 79, a. 1,
c, y a. 1.
[41] Cf. San
Jerónimo, Epist. 114, 2: "... y los sagrados cálices y
los santos paños, y lo demás que se refiere a la pasión del
Señor..., por el contacto del cuerpo y de la sangre del Señor
hay que venerarlos con el mismo respeto que su cuerpo y su
sangre". (PL 934). Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Sacra
Liturgia, nn. 122-127: AAS 56 (1964), pp. 130-132.
[42] Pablo VI,
Encicl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965: AAS
57 (1965), p. 771: "Además, durante el día, los fieles no omitan
el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar
reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las
iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita
es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a
Cristo nuestro Señor, allí presente".
[43] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp.
33-36.
[44] Cf. 2 Cor.,
10, 8; 13, 10.
[47] Cf.
Didascalia, II, 34, 2-3; II, 46, 6; II, 47, 1;
Constitutiones Apostolorum, II, 47, 1 (ed. F. X. Funk,
Didascalia et Constitutiones, I, pp. 116, 142 y 143).
[48] Cf. Gal.,
4, 3; 5, 1 y 13.
[49] Cf. S.
Jerónimo, Epist., 58, 7: PL 22, 584: "¿Qué utilidad hay
en que las paredes estén revestidas de piedras preciosas y que
Cristo muera en la pobreza?".
[50] Cf. 1 Pedr.,
4, 105.
[53] Pueden
nombrarse otras categorías; por ejemplo, los emigrantes, los
nómadas, etc. De ellos se trata en el decreto Christus Dominus,
sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia; cf.
Didascalia, II, 59, 1-3: "En tu enseñanza manda y exhorta
que el pueblo se reúna en la iglesia y que nunca falten de ella,
sino que vivan siempre y no aminoren la Iglesia cuando se
retiran, ni le disminuyan los miembros del Cuerpo de Cristo...
Siendo vosotros miembros de Cristo, no os disperséis de la
iglesia, como hacéis cuando no os reunís; teniendo, pues, a
Cristo presente y comunicando con vosotros como Cabeza, según lo
prometió, no os despreciéis a vosotros mismos, ni alejéis a
Cristo de sus miembros, ni rasguéis, ni desparraméis su
cuerpo...".
[54] Cf. Pablo VI,
Alloc. a los clérigos italianos que asistieron a la XIII
Asamblea en Urbieto, sobre "la actualización pastoral", del 6 de
setiembre de 1963: AAS 55 (1963), p. 750 s.
[55] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia: AAS 57 (1965), p. 35.
[56] Cf. la llamada
Constitutionem Ecclesiasticam Apostolorum, XIII: "Los
presbíteros son los participantes con los obispos de sus
misterios y de sus luchas" (ed. Th. Schermann, Die allgemeine
Kirchenordnung, I, Paderborn, 1914, p. 26); A. Harnack, T. u,
U., II, 4, p. 13, n. 18 y 19); Pseudo Jerónimo, De septem
ordinibus Ecclesiae: "... en la bendición son consortes de
los misterios juntamente con los obispos" (ed. A. W. Kalff,
Wüurzburg, 1937, p. 45); S. Isidoro de Sevilla, De
Ecclesiasticis Officiis, c. VII: PL 83, 787: "Presiden,
pues, la Iglesia de Cristo, y en la consagración del Cuerpo y de
la Sangre son consortes con los obispos, e igualmente lo son en
el adoctrinar a los pueblos y en la función de predicar".
[57] Cf.
Didascalia, II, 28, 4 (ed. F. X. Funk, p. 108);
Constitutione Apostolorum, II, 28, 4; II, 32, s. (ibid., pp.
109 y 117).
[58] Constitutiones
Apostolorum, VIII, 16, 4 (ed. Funk, I, p. 522, 13); cf.
Epitome Const. Apostol., VI (ibidem, II, p. 80, 3-4);
Testamentum Domini: "... dale el Espíritu de la gracia, del
consejo, de la magnanimidad, del presbiterado... para colaborar
en la obra de regir a tu pueblo en el temor, en la pureza de
corazón" (trad. al lat. por I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p.
69). También en Trad. Apost. (ed. B. Botte, La Tradition
Apostolique, Münster i. W., 1963, p. 20).
[59] Cf. Num., II,
16-25.
[60] Pontificale
Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio;
palabras que se encuentran ya en el Sacramentario Leoniano,
Sacramentario Gregoriano. Y palabras semejantes en las liturgias
orientales; cf. Trad. Apost.: "... dirige tu mirada hacia
este tu siervo y concédele el Espíritu de la gracia y del
consejo para que ayude a los presbíteros y gobierne tu pueblo
santo con limpieza de corazón, como miraste a tu pueblo elegido
y mandaste a Moisés que escogiera a los ancianos, a los que
llenaste del espíritu que diste a tu siervo" (de la antigua
versión latina Veronense, ed. B. Botte, La Tradition
Apostolique de S. Hippolyte. Essai de reconstruction,
Münster i. W., 1963, p. 20); Const. Apostol., VIII, 16, 4
(ed. Funk, I, p. 522, 16-17); Epitome Const. Apostol., 6
(ed. Funk, II, 20, 5-8); Testamentum Domini (trad. latina
de I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p. 69); Euchologium
Serapionis, XXVII (ed. Funk, Didascalia et Constitutiones,
II, p. 190, lín. 1-7); Ritus Ordinationis in ritu Maronitarum
(trad. lat. de H. Denzinger, Ritus Orientalium, II,
Würzburg, 1863, p. 161). Entre los padres pueden citarse:
Teodoro Mops., In 1 Tim., 3, 8 (ed. Swete, II, pp.
119-121); Teodoretto, Quaestiones in Numeros, XVIII: PG
80, 372 b.
[61] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), p.
35.
[62] Cf. Juan
XXIII, Encícl. Sacerdotii Nostri Primordia, del 1 de
agosto de 1959: AAS 57 (1959), p. 576; S. Pío X, Exhortación al
Clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908; S. Pío X,
Acta, vol. IV (1908), p. 237 ss.
[63] Cf. Conc. Vat.
II, Decreto De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia,
nn. 15 y 16.
[64] En el derecho
establecido ya existe el Cabildo Catedral como "senado y consejo
del obispo", CIC, c. 391; en su defecto, el Cuerpo de
consultores diocesanos (cf. CIC, cc. 423-428). Es de desear, sin
embargo, que se revisen tales instituciones para adaptarlas
mejor a las circunstancias y necesidades actuales. Como se ve,
este Cuerpo de presbíteros es distinto del Consejo pastoral de
que se trata en el decreto Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los obispos en la Iglesia, n. 27, integrado también
por los seglares, y al que atañe tan sólo el proveer sobre las
obras pastorales. Sobre los presbíteros, como consejeros de los
obispos, pueden verse las Didascalia, II, 28, 4 (ed.
Funk, I, p. 108); también Const. Apostol., II, 28, 4 (ed.
Funk, I, p. 109); S. Ignacio Mártir, Magn., 6, 1 (ed.
Funk, p. 234, 10-16); Trall., 3, 1 (ed. Funk, p. 244,
10-12); Orígenes, Adv. Cetsum, 3, 30: "Los presbíteros
son consejeros "boúletai"": PG 11, 957 d-960 a.
[65] S. Ignacio
Mártir, Magn., 6, 1: "Os exhorto que procuréis hacerlo
todo en la concordia de Dios, y los presbíteros, en lugar del
senado apostólico, y mis diáconos queridos, a quienes se ha
confiado el servicio de Jesucristo, que desde la eternidad
estaba en el seno del Padre y se nos manifestó al fin" (ed.
Funk, p. 234, 10-13); S. Ignacio Mártir, Trall., 3, 1:
"De igual manera respeten todos a los diáconos como a
Jesucristo, como al obispo, que es el representante del Padre, y
a los presbíteros, como senado de Dios y consejo de los
apóstoles: sin ellos no hay Iglesia" (ibíd., p. 244,
10-12); S. Ignacio Mártir, Magn., VI, 1; Philad.,
VIII, 1; San Jerónimo, In Isaiam, II, 3: PL 24, 61 A:
"También nosotros tenemos en la Iglesia nuestro senado, el
Cuerpo de presbíteros".
[66] Cf. Pablo VI,
Allocutio, a los párrocos y cuaresmeros, en la Capilla Sixtina,
el día 1 de marzo de 1965: AAS 57 (1965), p. 326.
[67] Cf. Const.
Apostol., VIII, 47, 39: "Los presbíteros... no hagan nada
sin el beneplácito del obispo, porque él es a quien ha sido
confiado el pueblo de Dios y a quien se le pedirá cuenta de sus
almas" (ed. Funk, p. 577).
[73] Cf. 1 Tes.,
2, 12; Col., 1, 13.
[74] Cf. Mt.
23, 8; Pablo VI, Encícl. Ecclesiam suam, del 6 de agosto
de 1964: AAS 58 (1964), p. 647: "Hace falta hacerse hermano de
los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores,
padres y maestros".
[75] Cf. Ef.,
4, 7, 16; Const. Apostol., VII, 1, 20 (ed. Funk, I, p.
467): "No se haga valer el obispo sobre los diáconos o
presbíteros, ni los presbíteros sobre el pueblo, porque el
conjunto del gremio resulta de ambos elementos".
[78] Cf. Conc. Vat.
II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 37: AAS 57 (1965), pp.
42-43.
[80] Cf. Conc. Vat.
II, Decr. De Oecumenismo: AAS (1965, pp. 90 ss.)
[81] Conc. Vat. II,
Const. dogm. De Ecclesia, n. 37: AAS 57 (1965), pp.
42-43.
[87] Pontificale
Romanum, Ordenación del presbítero.
[88] Cf. Conc. Vat.
II, Decr. De institutione Sacerdotali, n. 2.
[89] Cf. Pablo VI,
Exhortatio, habida el 5 de mayo de 1965: L'Osservatore
Romano, 6-V-65, p. 1: "La voz de Dios que llama se expresa
de dos formas diversas, maravillosas y convergentes: una
interior, la de la gracia, la del Espíritu Santo, la de la
inefable atracción interior de la "voz silenciosa" y potente del
Señor ejercida en las insondables profundidades del alma humana,
y otra exterior, humana, sensible, social, jurídica, concreta,
la del ministro cualificado de la palabra de Dios, la del
apóstol, la de la jerarquía, instrumento indispensable
instituido y querido por Cristo, como vehículo encargado de
traducir en lenguaje experimental el mensaje del Verbo y del
precepto divino. Así enseña con S. Pablo la doctrina católica:
¿Cómo oirán, si no hay quien les predique?... La fe viene por la
predicación" (Rom., 14 y 17).
[90] Cf. Conc. Vat.
II, Decreto sobre la Formación sacerdotal, n. 2.
[91] Esto enseñan
los padres cuando explican las palabras de Cristo a Pedro: "¿Me
amas...? Apacienta mis ovejas" (Jn., 21, 17); así S. Juan
Crisóstomo, De Sacerdotio, II, 1-2; PG 47-48, 633; San
Gregorio Magno, Reg. Past. Liber, P. I., c. 5: PL 77, 19
a.
[93] Cf. Pío XI,
Encícl. Ad catholici sacerdotii, del 20 de diciembre de
1935: AAS 28 (1936), p. 10.
[98] Cf. entre
otros documentos: S. Pío X, Exhort. al clero Haerent animo,
del 4 de agosto de 1908: Acta Pii X, vol. IV (1908), p.
237 ss.; Pío XI, Encicl. Ad catholici sacerdotii, l. c.,
p. 5 ss.; Pío XII, Exhortación apostólica Menti nostrae,
del 23 de setiembre de 1950: AAS 42 (1950), p. 657 ss.; Juan
XXIII, Encícl. Sacerdotii nostri primordia, del 1 de
agosto de 1959: AAS 51 (1959), p. 545 ss.
[99] Cf. Santo
Tomás, Summa Theol., II-II, q. 188, a. 7.
[104] Cf.
Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[105] Cf.
Missale Romanum, Oración sobre la oblata del domingo 9
después de Pentecostés.
[106] Cf. Pablo
VI, Encícl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965:
AAS 57 (1965), pp. 761-762: "Porque toda misa, aun la celebrada
privadamente por un sacerdote, no es privada, sino acción de
Cristo y de la Iglesia, la cual en el sacrificio que ofrece
aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y
aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita
eficacia redentora del sacrificio de la cruz. Pues cada misa que
se celebra se ofrece, no sólo por la salvación de algunos, sino
por la salvación de todo el mundo... Por tanto, paternalmente y
con insistencia, recomendamos a los sacerdotes, que de un modo
particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el
Señor, que... celebren todos los días la misa digna y
devotamente"; Conc. Vat. II, Const. De Sacra Liturgia:
AAS 56 (1964), p. 107.
[110] Cf. 1
Cor., 10, 33.
[114] "El
apacentar la grey del Señor es una función de amor" S. Agustín,
Tract. in Joan., 123, 5: PL 35 (1967).
[118] Cf. Jn.,
4, 34; 5, 30; 6, 38.
[122] Cf. 2
Cor., 12, 15.
[125] Cf. Conc.
Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 42: AAS 57 91965),
pp. 47-49.
[126] Cf. 1
Tim., 3, 2-5; Tit., 1, 6.
[127] Cf. Pío XI,
Encícl. Ad catholici sacerdocii, del 20 de diciembre de
1935: AAS 28 (1936), p. 28.
[129] Cf. 1
Cor., 7, 32-34.
[131] Cf. Conc.
Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, nn. 42 y 44: AAS 57
(1965), pp. 47-49 y 50-51; Decreto De accommodata renovatione
vitae religiosae, n. 12.
[132] Cf. Lc.,
20, 35-36; Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, l.
c., pp. 24-28; Pío XII, Encícl. Sacra Virginitas, del 25
de marzo de 1954: AAS 46 (1954), pp. 169-172.
[134] Cf. Jn.,
17, 14-16.
[136] Conc.
Antioch., can. 25, Mansi, 1328; Decretum Gratiani, c. 23,
C. 12, q. 1.
[137] Esto se
entiende sobre todo de los derechos y costumbres vigentes en las
Iglesias orientales.
[138] Conc.
Paris., a. 829, can. 15: M. G. H., Sect. III, Concilia, t. 2,
pars 6, 622; Conc. Trident., Sess. XXV, De reform., cap.
I.
[139] Cf. Ps.,
62, 11, Vg., 61.
[141] Cf. Act.,
8, 18-25.
[143] Cf. Act.,
2, 42-47.
[145] Cf. CIC.,
can. 125 ss.
[146] Cf. Conc.
Vat. II, Decr. De accommodata renovatione vitae religiosae,
n. 6; Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 21.
[147] Cf. Conc.
Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 65: AAS 57 (1965),
pp. 64-65.
[148] Pont.
Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[149] Cf. Conc.
Vat. II, Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 25.
[150] Este curso
no es el mismo que el curso pastoral, que ha de celebrarse
inmediatamente después de la ordenación, sobre el que habla el
Decreto Optatum nobis, sobre la formación sacerdotal, n.
22.
[151] Cf. Conc.
Vat. II, Decr. De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia,
n. 16.
[152] Cf. Mt.,
10, 10; 1 Cor., 9, 7; 1 Tim., 5, 18.
[158] Cf.
Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
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