|
HOME
[Deutsch,
English,
Español,
Français,
Italiano,
Latine,
Português] |
|
|
CONSTITUCIÓN PASTORAL
GAUDIUM ET SPES
SOBRE LA IGLESIA EN EL MUNDO ACTUAL
PROEMIO
Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal
1. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los
hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren,
son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos
de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su
corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos
en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el
reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para
comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del genero humano y de su historia.
Destinatarios de la palabra conciliar
2. Por ello, el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el
misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la
Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres,
con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción
de la Iglesia en el mundo actual.
Tiene pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia
humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta
vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y
victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por
el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero
liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del
demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y
llegue a su consumación.
Al servicio del hombre
3. En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios
descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia
preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el
puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus
esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las
cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de
todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor
de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de
dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz
del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador
que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su
Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad
humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el
hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y
voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a
seguir.
Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina
semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera
colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que
responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna.
Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma
de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para
salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido.
EXPOSICIÓN PRELIMINAR
SITUACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO DE HOY
Esperanzas y temores
4. Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia
escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del
Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la
Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el
sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua
relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo
en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático
que con frecuencia le caracteriza. He aquí algunos rasgos fundamentales
del mundo moderno.
El género humano se halla en un período nuevo de su historia,
caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se
extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia
y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus
juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y
sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con
quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una
verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida
religiosa.
Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae
consigo no leves dificultades. Así mientras el hombre amplía
extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su
servicio. Quiere conocer con profundidad creciente su intimidad
espiritual, y con frecuencia se siente más incierto que nunca de sí
mismo. Descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre
la orientación que a ésta se debe dar.
Jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas
posibilidades, tanto poder económico. Y, sin embargo, una gran parte de
la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben
leer ni escribir. Nunca ha tenido el hombre un sentido tan agudo de su
libertad, y entretanto surgen nuevas formas de esclavitud social y
psicológica. Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad
y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad, se ve, sin
embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas
contrapuestas. Persisten, en efecto, todavía agudas tensiones políticas,
sociales, económicas, raciales e ideológicas, y ni siquiera falta el
peligro de una guerra que amenaza con destruirlo todo. Se aumenta la
comunicación de las ideas; sin embargo, aun las palabras definidoras de
los conceptos más fundamentales revisten sentidos harto diversos en las
distintas ideologías. Por último, se busca con insistencia un orden
temporal más perfecto, sin que avance paralelamente el mejoramiento de
los espíritus.
Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros
contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a
compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos
descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre
angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo. El curso de
la historia presente en un desafío al hombre que le obliga a responder.
Cambios profundos
5. La turbación actual de los espíritus y la transformación de las
condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia,
que da creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las
ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre;
y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella
derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente
cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances está
transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los
espacios interplanetarios.
También sobre el tiempo aumenta su imperio la inteligencia humana, ya
en cuanto al pasado, por el conocimiento de la historia; ya en cuanto al
futuro, por la técnica prospectiva y la planificación. Los progresos de
las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no
sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las
sociedades por medio de métodos técnicos. Al mismo tiempo, la humanidad
presta cada vez mayor atención a la previsión y ordenación de la
expansión demográfica.
La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que
apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma
suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La
humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a
otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de
problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis.
Cambios en el orden social
6. Por todo ello, son cada día más profundos los cambios que
experimentan las comunidades locales tradicionales, como la familia
patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos, y las
mismas relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a
algunos países a una economía de opulencia y transformando profundamente
concepciones y condiciones milenarias de la vida social. La civilización
urbana tiende a un predominio análogo por el aumento de las ciudades y
de su población y por la tendencia a la urbanización, que se extiende a
las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al
conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión máximas
los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas
repercusiones simultáneas.
Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por
varios motivos, cambien su manera de vida.
De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el
mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones, sin
que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de
maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización).
Esta evolución se manifiesta sobre todo en las naciones que se
benefician ya de los progresos económicos y técnicos; pero también actúa
en los pueblos en vías de desarrollo, que aspiran a obtener para sí las
ventajas de la industrialización y de la urbanización. Estos últimos,
sobre todo los que poseen tradiciones más antiguas, sienten también la
tendencia a un ejercicio más perfecto y personal de la libertad.
Cambios psicológicos, morales y religiosos
7. El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a
discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre
jóvenes, cuya impaciencia e incluso a veces angustia, les lleva a
rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean
participar rápidamente en ella. Por lo cual no rara vez los padres y los
educadores experimentan dificultades cada día mayores en el cumplimiento
de sus tareas.
Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir,
heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de
cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las
mismas normas reguladoras de éste.
Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida
religiosa. Por una parte, el espíritu crítico más agudizado la purifica
de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige
cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante a la fe, lo
cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino. Por otra
parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la
religión. La negación de Dios o de la religión no constituye, como en
épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se
presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un
cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra
expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente
la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de
la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la
perturbación de muchos.
Los desequilibrios del mundo moderno
8. Una tan rápida mutación, realizada con frecuencia bajo el signo
del desorden, y la misma conciencia agudizada de las antinomias
existentes hoy en el mundo, engendran o aumentan contradicciones y
desequilibrios.
Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la
inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que no
llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis
satisfactoria. Brota también el desequilibrio entre el afán por la
eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral, y no pocas
veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de
un pensamiento personal y de la misma contemplación. Surge, finalmente,
el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión
general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las
condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que
surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas
relaciones sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de todo
género. Discrepancias entre los países ricos, los menos ricos y los
pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones
internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las
ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia ideología o
los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras entidades
sociales.
Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los
conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y
víctima.
Aspiraciones más universales de la humanidad
9. Entre tanto, se afianza la convicción de que el género humano
puede y debe no sólo perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas,
sino que le corresponde además establecer un orden político, económico y
social que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada
grupo afirmar y cultivar su propia dignidad.
De aquí las instantes reivindicaciones económicas de muchísimos, que
tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren se debe a
la injusticia o a una no equitativa distribución. Las naciones en vía de
desarrollo, como son las independizadas recientemente, desean participar
en los bienes de la civilización moderna, no sólo en el plano político,
sino también en el orden económico, y desempeñar libremente su función
en el mundo. Sin embargo, está aumentando a diario la distancia que las
separa de las naciones más ricas y la dependencia incluso económica que
respecto de éstas padecen. Los pueblos hambrientos interpelan a los
pueblos opulentos.
La mujer, allí donde todavía no lo ha logrado, reclama la igualdad de
derecho y de hecho con el hombre. Los trabajadores y los agricultores no
sólo quieren ganarse lo necesario para la vida, sino que quieren también
desarrollar por medio del trabajo sus dotes personales y participar
activamente en la ordenación de la vida económica, social, política y
cultural. Por primera vez en la historia, todos los pueblos están
convencidos de que los beneficios de la cultura pueden y deben
extenderse realmente a todas las naciones.
Pero bajo todas estas reivindicaciones se oculta una aspiración más
profunda y más universal: las personas y los grupos sociales están
sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre,
poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el
mundo actual. Las naciones, por otra parte, se esfuerzan cada vez más
por formar una comunidad universal.
De esta forma, el mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil,
capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar
entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso,
entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su
mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que
pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga a sí mismo.
Los interrogantes más profundos del hombre
10. En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo
moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que
hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se
combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre
experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en
sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas
solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo
y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que
querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que
tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos
los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren
saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien,
oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo.
Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación
de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre
sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por
otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido
exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece
de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido
puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo,
son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con
nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre?
¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de
tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las
victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la
sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida
temporal?.
Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al
hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda
responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la
humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree
que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en
su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de
lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último
fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz
de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el
Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para
cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales
problemas de nuestra época.
PRIMERA PARTE
LA IGLESIA Y LA VOCACIÓN DEL HOMBRE
Hay que responder a las mociones del Espíritu
11. El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que
quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo,
procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los
cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos
verdaderos de la presencia o de los planes de Dios. La fe todo lo
ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera
vocación del hombre. Por ello orienta la menta hacia soluciones
plenamente humanas.
El Concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores
que hoy disfrutan la máxima consideración y enlazarlos de nuevo con su
fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios
ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria; pero, a causa de la
corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones
contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación.
¿Qué piensa del hombre la Iglesia? ¿Qué criterios fundamentales deben
recomendarse para levantar el edificio de la sociedad actual? ¿Qué
sentido último tiene la acción humana en el universo? He aquí las
preguntas que aguardan respuesta. Esta hará ver con claridad que el
Pueblo de Dios y la humanidad, de la que aquél forma parte, se prestan
mutuo servicio, lo cual demuestra que la misión de la Iglesia es
religiosa y, por lo mismo, plenamente humana.
CAPÍTULO I
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
El hombre, imagen de Dios
12. Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este
punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del
hombre, centro y cima de todos ellos.
Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha
dado y se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias.
Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o hundiéndose hasta la
desesperación. La duda y la ansiedad se siguen en consecuencia. La
Iglesia siente profundamente estas dificultades, y, aleccionada por la
Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile la verdadera
situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita
conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias
del hombre.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios",
con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido
constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla
glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O
el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho
inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste
sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps
8, 5-7).
Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo
hombre y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la
expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en
efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni
desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás.
Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y
lo juzgó muy bueno (Gen 1,31).
El pecado
13. Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por
instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de
su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio
fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a
Dios. Obscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la
criatura, no al Creador. Lo que la Revelación divina nos dice coincide
con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón,
comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males,
que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con
frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la
debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto
por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás
y con el resto de la creación.
Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida
humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por
cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.
Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí
solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado
entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al
hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo
(cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El
pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.
A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria
profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última
explicación.
Constitución del hombre
14. En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición
corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por
medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza
del Creador. No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que,
por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como
criatura de Dios que ha de resucitar en el último día. Herido por el
pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia
dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no
permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.
No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo
material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como
elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto,
superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando
entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los
corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su
propio destino. Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y
la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo
ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales
exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de
la realidad.
Dignidad de la inteligencia, verdad y sabiduría
15. Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia
divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al
universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo
de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias
positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes
liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en
la investigación y en el dominio del mundo material. Siempre, sin
embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La
inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para
alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a
consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.
Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se
perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual
atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la
verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo
visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta
sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la
humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman
hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este
respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta
sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.
Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar
y saborear el misterio del plan divino.
Dignidad de la conciencia moral
16. En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la
existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe
obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe
evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley
escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad
humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a
solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es
la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo
cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a
esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar
la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se
presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de
la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen las personas y las
sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las
normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que
yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la
pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se
despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va
progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado.
Grandeza de la libertad
17. La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso
de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos
ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo,
la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer
cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera
libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha
querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así
busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste,
alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana
requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre
elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y
no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción
externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la
cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del
bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo
crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima
eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la
gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el
tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado.
El misterio de la muerte
18. El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre
con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo
tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto
certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y
del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por se
irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los
esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sea, no pueden
calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy
proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano.
Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia,
aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido
creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras
de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal,
que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando
el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la
salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a
adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión
de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha
ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su
propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en
sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante
angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece
la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos
arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en
Dios la vida verdadera.
Formas y raíces del ateísmo
19. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación
del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es
invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de
Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se
puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce
libremente ese amor y se confía por entero a su Creador. Muchos son, sin
embargo, los que hoy día se desentienden del todo de esta íntima y vital
unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de
los fenómenos más graves de nuestro tiempo. Y debe ser examinado con
toda atención.
La palabra "ateísmo" designa realidades muy diversas. Unos niegan a
Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios.
Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico
tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión.
Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente
científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad
absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido
la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación
del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por
ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros
ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al
parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo
de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces
como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como
adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que
son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma
civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego
a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a
Dios.
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y
soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia
y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes
tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo,
considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino
un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar
también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en
algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo
cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los
propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación
religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con
los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien
que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.
El ateísmo sistemático
20. Con frecuencia, el ateísmo moderno reviste también la forma
sistemática, la cual, dejando ahora otras causas, lleva el afán de
autonomía humana hasta negar toda dependencia del hombre respecto de
Dios. Los que profesan este ateísmo afirman que la esencia de la
libertad consiste en que el hombre es el fin de sí mismo, el único
artífice y creador de su propia historia. Lo cual no puede conciliarse,
según ellos, con el reconocimiento del Señor, autor y fin de todo, o por
lo menos tal afirmación de Dios es completamente superflua. El sentido
de poder que el progreso técnico actual da al hombre puede favorecer
esta doctrina.
Entre las formas del ateísmo moderno debe mencionarse la que pone la
liberación del hombre principalmente en su liberación económica y
social. Pretende este ateísmo que la religión, por su propia naturaleza,
es un obstáculo para esta liberación, porque, al orientar el espíritu
humano hacia una vida futura ilusoria, apartaría al hombre del esfuerzo
por levantar la ciudad temporal. Por eso, cuando los defensores de esta
doctrina logran alcanzar el dominio político del Estado, atacan
violentamente a la religión, difundiendo el ateísmo, sobre todo en
materia educativa, con el uso de todos los medios de presión que tiene a
su alcance el poder público.
Actitud de la Iglesia ante el ateísmo
21. La Iglesia, fiel a Dios y fiel a los hombres, no puede dejar de
reprobar con dolor, pero con firmeza, como hasta ahora ha reprobado,
esas perniciosas doctrinas y conductas, que son contrarias a la razón y
a la experiencia humana universal y privan al hombre de su innata
grandeza.
Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios que se
esconden en la mente del hombre ateo. Consciente de la gravedad de los
problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a
todos los hombres, la Iglesia juzga que los motivos del ateísmo deben
ser objeto de serio y más profundo examen.
La Iglesia afirma que el reconocimiento de Dios no se opone en modo
alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios
su fundamento y perfección. Es Dios creador el que constituye al hombre
inteligente y libre en la sociedad. Y, sobre todo, el hombre es llamado,
como hijo, a la unión con Dios y a la participación de su felicidad.
Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la
importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona
nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario,
faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la
dignidad humana sufre lesiones gravísimas -es lo que hoy con frecuencia
sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del
dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la
desesperación.
Todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido
con cierta obscuridad. Nadie en ciertos momentos, sobre todo en los
acontecimientos más importantes de la vida, puede huir del todo el
interrogante referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y
totalmente cierta; Dios, que llama al hombre a pensamientos más altos y
a una búsqueda más humilde de la verdad.
El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de
la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros.
A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su
Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias bajo la
guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio
de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las
dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro
testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo
toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la
justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho
contribuye, finalmente, a esta afirmación de la presencia de Dios el
amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe
del Evangelio y se alzan como signo de unidad.
La Iglesia, aunque rechaza en forma absoluta el ateísmo, reconoce
sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben
colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común.
Esto no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo. Lamenta, pues,
la Iglesia la discriminación entre creyentes y no creyentes que algunas
autoridades políticas, negando los derechos fundamentales de la persona
humana, establecen injustamente. Pide para los creyentes libertad activa
para que puedan levantar en este mundo también un templo a Dios. E
invita cortésmente a los ateos a que consideren sin prejuicios el
Evangelio de Cristo.
La Iglesia sabe perfectamente que su mensaje está de acuerdo con los
deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de
la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya
de sus destinos más altos. Su mensaje, lejos de empequeñecer al hombre,
difunde luz, vida y libertad para el progreso humano. Lo único que puede
llenar el corazón del hombre es aquello que "nos hiciste, Señor, para
ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".
Cristo, el Hombre nuevo
22. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura
del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor,
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades
hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es
también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a
dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de
hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los
nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.
Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció
la vida. En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó
de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de
nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se
entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por
nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el
camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y
adquieren nuevo sentido.
El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el
Primogénito entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu
(Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del
amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph
1,14), se restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la
redención del cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que
resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a
vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en
vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber
de luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de
padecer la muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con
la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la
resurrección.
Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos
los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo
invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en
realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la
forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana
esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del
dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta
obscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio
la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abba!,¡Padre!
CAPÍTULO II
LA COMUNIDAD HUMANA
Propósito del Concilio
23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar
la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye
sobremanera a este desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo,
la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más
hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la cual
exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación
cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y
al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes
que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza
espiritual y moral del hombre.
Como el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto
ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio
se limita a recordar tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer
sus fundamentos a la luz de la Revelación. A continuación subraya
ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen
extraordinaria importancia en nuestros días.
Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios
24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que
los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con
espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de
Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz
de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e
idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor
mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no
puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto en
esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo ... El amor
es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io
4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos
hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la
unificación asimismo creciente del mundo.
Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como
nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza
entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios
en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre,
única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede
encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo
a los demás.
Interdependencia entre la persona humana y la sociedad
25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la
persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente
condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las
instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su
misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida
social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a
través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del
diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas
sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.
De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del
hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más
inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su
libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin
cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen
diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de
derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización,
aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas
para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para
garantizar sus derechos.
Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su
vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad,
no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que
vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le
apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones
que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de
las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y
sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo
humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad
social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre,
inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para
el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado
por la gracia.
La promoción del bien común
26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva
universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de
condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a
cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y
obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe
tener en cuanta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los
demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien común de toda la
familia humana.
Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la
persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y
deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite
al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente
humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la
libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al
trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a
obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de
la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.
El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo
momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe
someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo
advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no
el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a
diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo
por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día
más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una
renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de
los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución.
Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el
corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.
El respeto a la persona humana
27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el
Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada uno, sin
excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en
primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla
dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por
completo del pobre Lázaro.
En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a
todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de
ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero
despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo
que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese
hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del
Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier
clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-;
cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las
mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos
para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como
son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias,
las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y
de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al
operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la
libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas
prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la
civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y
son totalmente contrarias al honor debido al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia
social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de
nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra
comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para
establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en
indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige
el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario
distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre
que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando
está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa.
Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos
prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El
precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de
la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y
aborrecerás a tu enemigo". Pero yo os digo : "Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y
calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social
29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un
reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma
racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el
mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma
vocación y de idéntico destino.
Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la
capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin
embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de
la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color,
condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por
ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos
fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma
debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el
derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que
prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura
iguales a las que se conceden al hombre.
Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin
embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una
situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de
las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los
miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la
justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la
paz social e internacional.
Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por
ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con
energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo
cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más
aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las
realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es
necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
Hay que superar la ética individualista
30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma
urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad
o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista.
El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada
uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena,
promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas,
que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes
profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre
como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No
sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y
las normas sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no
tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con
la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por
ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin
preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida
del prójimo.
La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser
consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre
contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los
deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se
extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los
individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en
la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan
verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad
con el auxilio necesario de la divina gracia.
Responsabilidad y participación
31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de
su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos
sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una
más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los
extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día.
Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen
social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y
mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso
corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se
facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia
de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios ya
los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el
hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece
cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra
como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza
cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social,
toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se
obliga al servicio de la comunidad en que vive.
Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en
los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones
en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera
libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la
situación real de cada país y el necesario vigor de la autoridad
pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a
participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo
social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los
atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede
pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de
quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y
razones para esperar.
El Verbo encarnado y la solidaridad humana
32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar
sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los
hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino
constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera
santamente". Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha
elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a
cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios
manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex
3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de
Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social
humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con
publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación
del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y
sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente.
Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los
vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida
social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su
tierra.
En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se
trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos
fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como
Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida
por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a
todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera
familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su
Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y
caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su
Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los
otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les
hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que
llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como
familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.
CAPÍTULO III:
LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema
33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio
en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y
la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio
sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento
experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones,
la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el
mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre
esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene
por sí mismo.
Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano,
surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene
esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas?
¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La
Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los
principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos
respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación
al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la
humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana
individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por
el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de
vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el
hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en
justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se
contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero,
reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el
sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de
Dios en el mundo.
Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios.
Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí
y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en
servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo
desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y
contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en
la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el
hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende
rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que
las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia
de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre,
más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se
sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación
del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al
contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad humana, así como procede del hombre, así también se
ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y
la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva
sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente
entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan
acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene.
Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia,
mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas
sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos
pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana,
pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo
con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del
género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la
sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.
La justa autonomía de la realidad terrena
36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una
excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la
religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la
ciencia.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas
y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha
de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima
esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente
los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del
Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas
están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio
orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la
metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la
investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada
de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales,
nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas
y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con
perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la
realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios,
quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este
respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el
sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas
veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias
polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la
ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad
creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la
falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador
desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su
religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el
lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia
criatura queda oscurecida.
Deformación de la actividad humana por el pecado
37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia
de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente
beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran
tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la
jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que
a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito
de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad
está amenazando con destruir al propio género humano.
A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el
poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará,
como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el
hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de
grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de
establecer la unidad en sí mismo.
Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador,
a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera
felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando
dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es
decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma
en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de
Dios y de los hombres.
A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la
norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección
de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades
humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario
peligro. El
hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva
criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las
recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios.
Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las
criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en
posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es
vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor
3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el misterio pascual
38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho
El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en
la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo.
El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la
vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el
mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad
divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos
del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son
cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que
buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo,
en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros,
pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el
mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia.
Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada
toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su
Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del
siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con
ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana
intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este
fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a
dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a
mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se
entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia
del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la
abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de
la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia
humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el
camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y
sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación
del banquete celestial.
Tierra nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y
de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el
universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios
nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde
habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar
todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano.
Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y
lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se
revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras,
se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que
Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si
se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe
amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta
tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede
de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello,
aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento
del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir
a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de
Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la
libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y
de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el
Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a
encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando
Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y
de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de
paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra;
cuando venga el Señor, se consumará su perfección.
CAPÍTULO IV
MISIÓN DE LA IGLESIA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Relación mutua entre la Iglesia y el mundo
40. Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la persona, sobre
la comunidad humana, sobre el sentido profundo de la actividad del
hombre, constituye el fundamento de la relación entre la Iglesia y el
mundo, y también la base para el mutuo diálogo. Por tanto, en este
capítulo, presupuesto todo lo que ya ha dicho el Concilio sobre el
misterio de la Iglesia, va a ser objeto de consideración la misma
Iglesia en cuanto que existe en este mundo y vive y actúa con él.
Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo
Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad
escatológica y de salvación, que sólo en el mundo futuro podrá alcanzar
plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es
decir, por miembros de la ciudad terrena que tienen la vocación de
formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos
de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor.
Unida ciertamente por razones de los bienes eternos y enriquecida por
ellos, esta familia ha sido "constituida y organizada por Cristo como
sociedad en este mundo" y está dotada de "los medios adecuados propios
de una unión visible y social". De esta forma, la Iglesia, "entidad
social visible y comunidad espiritual", avanza juntamente con toda la
humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es
actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en
Cristo y transformarse en familia de Dios.
Esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo
puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la
historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena
revelación de la claridad de los hijos de Dios. Al buscar su propio fin
de salvación, la Iglesia no sólo comunica la vida divina al hombre, sino
que además difunde sobre el universo mundo, en cierto modo, el reflejo
de su luz, sobre todo curando y elevando la dignidad de la persona,
consolidando la firmeza de la sociedad y dotando a la actividad diaria
de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más
profundos. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y
por medio de su entera comunidad, puede ofrecer gran ayuda para dar un
sentido más humano al hombre a su historia.
La Iglesia católica de buen grado estima mucho todo lo que en este
orden han hecho y hacen las demás Iglesias cristianas o comunidades
eclesiásticas con su obra de colaboración. Tiene asimismo la firme
persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de
toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede
ayudarla mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio.
Expónense a continuación algunos principios generales para promover
acertadamente este mutuo intercambio y esta mutua ayuda en todo aquello
que en cierta manera es común a la Iglesia y al mundo.
Ayuda que la Iglesia procura prestar a cada hombre
41. El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de
su personalidad y hacia el descubrimiento y afirmación crecientes de sus
derechos. Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio
de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello
al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más
profunda acerca del ser humano. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al
que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón
humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los alimentos
terrenos. Sabe también que el hombre, atraído sin cesar por el Espíritu
de Dios, nunca jamás será del todo indiferente ante el problema
religioso, como los prueban no sólo la experiencia de los siglos
pasados, sino también múltiples testimonios de nuestra época. Siempre
deseará el hombre saber, al menos confusamente, el sentido de su vida,
de su acción y de su muerte. La presencia misma de la Iglesia le
recuerda al hombre tales problemas; pero es sólo Dios, quien creó al
hombre a su imagen y lo redimió del pecado, el que puede dar respuesta
cabal a estas preguntas, y ello por medio de la Revelación en su Hijo,
que se hizo hombre. El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se
perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre.
Apoyada en esta fe, la Iglesia puede rescatar la dignidad humana del
incesante cambio de opiniones que, por ejemplo, deprimen excesivamente o
exaltan sin moderación alguna el cuerpo humano. No hay ley humana que
pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la
seguridad que comunica el Evangelio de Cristo, confiado a la Iglesia. El
Evangelio enuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza
todas las esclavitudes, que derivan, en última instancia, del pecado;
respeta santamente la dignidad de la conciencia y su libre decisión;
advierte sin cesar que todo talento humano debe redundar en servicio de
Dios y bien de la humanidad; encomienda, finalmente, a todos a la
caridad de todos. Esto corresponde a la ley fundamental de la economía
cristiana. Porque, aunque el mismo Dios es Salvador y Creador, e
igualmente, también Señor de la historia humana y de la historia de la
salvación, sin embargo, en esta misma ordenación divina, la justa
autonomía de lo creado, y sobre todo del hombre, no se suprime, sino que
más bien se restituye a su propia dignidad y se ve en ella consolidada.
La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado,
proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el
dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes
tales derechos. Debe, sin embargo, lograrse que este movimiento quede
imbuido del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier
apariencia de falsa autonomía. Acecha, en efecto, la tentación de juzgar
que nuestros derechos personales solamente son salvados en su plenitud
cuando nos vemos libres de toda norma divina. Por ese camino, la
dignidad humano no se salva; por el contrario, perece.
Ayuda que la Iglesia procura dar a la sociedad humana
42. La unión de la familia humana cobra sumo vigor y se completa con
la unidad, fundada en Cristo, de la familia constituida por los hijos de
Dios.
La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden
político, económico o social. El fin que le asignó es de orden
religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan
funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y
consolidar la comunidad humana según la ley divina. Más aún, donde sea
necesario, según las circunstancias de tiempo y de lugar, la misión de
la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de
todos, particularmente de los necesitados, como son, por ejemplo, las
obras de misericordia u otras semejantes.
La Iglesia reconoce, además, cuanto de bueno se halla en el actual
dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de
una sana socialización civil y económica. La promoción de la unidad
concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo
como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y
de la unidad de todo el género humano". Enseña así al mundo que la
genuina unión social exterior procede de la unión de los espíritus y de
los corazones, esto es, de la fe y de la caridad, que constituyen el
fundamento indisoluble de su unidad en el Espíritu Santo. Las energías
que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en
esa fe y en esa caridad aplicadas a la vida práctica. No radican en el
mero dominio exterior ejercido con medios puramente humanos.
Como, por otra parte, en virtud de su misión y naturaleza, no está
ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema
alguno político, económico y social, la Iglesia, por esta su
universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las
diferentes naciones y comunidades humanas, con tal que éstas tengan
confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para
cumplir tal misión. Por esto, la Iglesia advierte a sus hijos, y también
a todos los hombres, a que con este familiar espíritu de hijos de Dios
superen todas las desavenencias entre naciones y razas y den firmeza
interna a las justas asociaciones humanas.
El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de
bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas
ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que
la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de
ella dependa y puede conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto
como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier
régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona
y de la familia y los imperativos del bien común.
Ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos,
procura prestar al dinamismo humano
43. El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad
temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes
temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los
cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues
buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas
temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les
obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación
personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el
contrario, piensan que pueden entregarse totalmente del todo a la vida
religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de
culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El
divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado
como uno de los más graves errores de nuestra época. Ya en el Antiguo
Testamento los profetas reprendían con vehemencia semejante escándalo. Y
en el Nuevo Testamento sobre todo, Jesucristo personalmente conminaba
graves penas contra él. No se creen, por consiguiente, oposiciones
artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una
parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus
obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta,
sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna
salvación. Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado,
alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades
temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar,
profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya
altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios.
Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las
tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o
colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir
las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por
adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren
con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la
fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea
necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la
conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede
grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden
esperar orientación e impulso espiritual,. Pero no piensen que sus
pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente
solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es
ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz
de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del
Magisterio.
Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida
les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero
podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros
fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de
distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen
de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su
solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a
nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer
la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con
un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial
pro el bien común.
Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la
Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que
además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento
en medio de la sociedad humana.
Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de
Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de
tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como
inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además,
que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen
al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para
juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con
sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren
que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones,
es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo
de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo
que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier
opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio:
"Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y
social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y
cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda
causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de
la familia de Dios".
Aunque la Iglesia, pro la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido
como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación
en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de
su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos,
fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es
mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la
fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el
Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas
deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y
combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del
Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por
madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener
con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no
cesa de "exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para
que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la
Iglesia".
Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno
44. Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y
fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos
beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano.
La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros
escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la
naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan
también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a
expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada
pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así
a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las
exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la
predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la
evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar
el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo
tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas
culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los
nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los
modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de
quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo
las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la
razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero
principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e
interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de
nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que
la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y
expresada en forma más adecuada.
La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de
su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece
también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en la
constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer con
mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más
perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La
Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad
como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los
hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la
comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida
económico-social, de la vida política, así nacional como internacional,
proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la
comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades
externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho
y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de
sus contrarios.
Cristo, alfa y omega
45. La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo
múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de
Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de
Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la
tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de
salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del
amor de Dios al hombre.
El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que,
Hombre perfecto, salvará a todos y recapitulara todas las cosas. El
Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el
cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de
la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus
aspiraciones. El es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a
su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y
reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación
de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso
designio: "Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la
tierra" (Eph 1,10).
He aquí que dice el Señor: "Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para
dar a cada uno según sus obra. Yo soy el alfa y la omega, el primero y
el último, el principio y el fin" (Apoc 22,12-13).
SEGUNDA PARTE
ALGUNOS PROBLEMAS MÁS URGENTES
Introducción
46. Después de haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y
la misión, tanto individual como social, a la que ha sido llamada en el
mundo entero, el Concilio, a la luz del Evangelio y de la experiencia
humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos problemas
actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano.
Entre las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que
mencionar principalmente las que siguen: el matrimonio y la familia, la
cultura humana, la vida económico-social y política, la solidaridad de
la familia de los pueblos y la paz. Sobre cada una de ellas debe
resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para guiar a
los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución
a tantos y tan complejos problemas.
CAPÍTULO I
DIGNIDAD DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El matrimonio y la familia en el mundo actual
47. El bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana
está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y
familiar. Por eso los cristianos, junto con todos lo que tienen en gran
estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios
que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad
de amor y en el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en
el cumplimiento de su excelsa misión; de ellos esperan, además, los
mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas
partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la
poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente
profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación. Por otra parte, la actual situación económico,
social-psicológica y civil son origen de fuertes perturbaciones para la
familia. En determinadas regiones del universo, finalmente, se observan
con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico. Todo
lo cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho
muestra bien el vigor y la solidez de la institución matrimonial y
familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a
pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima
frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal
institución.
Por tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos
capitales de la doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a
los cristianos y a todos los hombres que se esfuerzan por garantizar y
promover la intrínseca dignidad del estado matrimonial y su valor
eximio.
El carácter sagrado del matrimonio y de la familia
48. Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la
íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza
de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e
irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se
reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución
confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien
tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la
decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual
ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia
para la continuación del género humano, para el provecho personal de
cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad,
estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad
humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación
de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta
manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos,
sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus
personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren
conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima
unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los
hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme,
nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza
de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se
adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad,
así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al
encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del
matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su
mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la
Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la
acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges
a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad
y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir
dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados
por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión
conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su
vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia
perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a
la glorificación de Dios.
Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la
oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo
familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la
salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la
dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente
el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre
todo, compete.
Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su
manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la
piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos
de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la
existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será
honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias,
generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia
cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la
auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa
fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación
amorosa de todos sus miembros.
Del amor conyugal
49. Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra
divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el
matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan
también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias
maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este
amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con
el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por
tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones
del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales
específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este
amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la
caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a
los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por
sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por
su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto,
con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del
egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia
del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen
íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de
manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco,
con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este
amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento
de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la
prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo
adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad
personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia
también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor.
Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación
cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos,
vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la
firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de
sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una
opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen
con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el
cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria
renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de
la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente,
sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto
preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el
culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto
noviazgo al matrimonio.
Fecundidad del matrimonio
50. El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia
naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin
duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al
bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el
hombre esté solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo
al hombre varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una
participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a
la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí
que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la
vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del
matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con
fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por
medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay
que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son
cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso,
con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil
reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común
esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio
bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir,
discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida
tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el
bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia
Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los
esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean
conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre
deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina
misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta
auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra
el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección
genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en
la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican
al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa,
humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre
los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha
confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo,
bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para
educarla dignamente.
Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la
procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre
las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo
de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando
ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas
veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total
de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor conyugal debe compaginarse
con el respeto a la vida humana
51. El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su
vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas
circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en
las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede
aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida
tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se
interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar
comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los
hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en
peligro.
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas;
más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin
embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las
leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del
genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne
misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo
digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser
salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son
crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad
generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los
grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la
vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser
respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el
amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral
de la conducta no depende solamente de la sincera intención y
apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios
objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos,
criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la
humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es
imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal.
No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir
por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre
la regulación de la natalidad.
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de
transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y
entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de
los hombres.
El progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos
52. La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda
lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola
comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa
cooperación de los padres en la educación de los hijos. La activa
presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos;
pero también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que
necesitan principalmente los niños menores, sin dejar por eso a un lado
la legítima promoción social de la mujer. La educación de los hijos ha
de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de
la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado
de vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en
condiciones morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los
padres o de los tutores guiar a los jóvenes con prudentes consejos, que
ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar una familia, evitando,
sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a casarse o
a elegir determinada persona.
Así, la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se
ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los
derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social,
constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen
en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al
progreso del matrimonio y de la familia. El poder civil ha de considerar
obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio
y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y
favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de
los padres a procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos.
Se debe proteger con legislación adecuada y diversas instituciones y
ayudar de forma suficiente a aquellos que desgraciadamente carecen del
bien de una familia propia.
Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo
eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del
matrimonio y de la familia así con el testimonio de la propia vida como
con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de esta
forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la
familia y las ventajas adecuadas a los nuevos tiempos. Para obtener este
fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta
conciencia moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las
personas versadas en las ciencias sagradas.
Los científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los
sociólogos y los psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del
matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias si se esfuerzan
por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las diversas
circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación
humana.
Pertenece a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la
familia, fomentar la vocación de los esposos en la vida conyugal y
familiar con distintos medios pastorales, con la predicación de la
palabra de Dios, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales;
fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos
en la caridad para que formen familias realmente espléndidas.
Las diversas obras, especialmente las asociaciones familiares,
pondrán todo el empeño posible en instruir a los jóvenes y a los
cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y
en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica.
Los propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y
constituidos en el verdadero orden de personas, vivan unidos, con el
mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua santidad, para que,
habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y sacrificios
de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel
misterio de amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al
mundo.
CAPÍTULO II
EL SANO FOMENTO DEL PROGRESO CULTURAL
Introducción
53. Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera
y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando
los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la
vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente.
Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo
aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables
cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe
terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social,
tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso
de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo
expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias
espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e
incluso a todo el género humano.
De aquí se sigue que la cultura humana presenta necesariamente un
aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con frecuencia
un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la
pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escala de valor
diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las
cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de
comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de
desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las
costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad
humana. Así también es como se constituye un medio histórico
determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y
del que recibe los valores para promover la civilización humana.
Sección I.- La situación de la cultura en el mundo actual
Nuevos estilos de vida
54. Las circunstancia de vida del hombre moderno en el aspecto social
y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con
razón de una nueva época de la historia humana. Por ello, nuevos caminos
se han abierto para perfeccionar la cultura y darle una mayor expansión.
Caminos que han sido preparados por el ingente progreso de las ciencias
naturales y de las humanas, incluidas las sociales; por el desarrollo de
la técnica, y también por los avances en el uso y recta organización de
los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás. De aquí
provienen ciertas notas características de la cultura actual: Las
ciencias exactas cultivan al máximo el juicio crítico; los más recientes
estudios de la psicología explican con mayor profundidad la actividad
humana; las ciencias históricas contribuyen mucho a que las cosas se
vean bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución; los hábitos de vid
ay las costumbres tienden a uniformarse más y más; la industrialización,
la urbanización y los demás agentes que promueven la vida comunitaria
crean nuevas formas de cultura (cultura de masas), de las que nacen
nuevos modos de sentir, actuar y descansar; al mismo tiempo, el
creciente intercambio entre las diversas naciones y grupos sociales
descubre a todos y a cada uno con creciente amplitud los tesoros de las
diferentes formas de cultura, y así poco a poco se va gestando una forma
más universal de cultura, que tanto más promueve y expresa la unidad del
género humano cuanto mejor sabe respetar las particularidades de las
diversas culturas.
El hombre, autor de la cultura
55. Cada día es mayor el número de los hombres y mujeres, de todo
grupo o nación, que tienen conciencia de que son ellos los autores y
promotores de la cultura de su comunidad. En todo el mundo crece más y
más el sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la responsabilidad,
lo cual tiene enorme importancia para la madurez espiritual y moral del
género humano. Esto se ve más claro si fijamos la mirada en la
unificación del mundo y en la tarea que se nos impone de edificar un
mundo mejor en la verdad y en la justicia. De esta manera somos testigos
de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda
definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante
la historia.
Dificultades y tareas actuales en este campo
56. En esta situación no hay que extrañarse de que el hombre, que
siente su responsabilidad en orden al progreso de la cultura, alimente
una más profunda esperanza, pero al mismo tiempo note con ansiedad las
múltiples antinomias existentes, que él mismo debe resolver:
¿Qué debe hacerse para que la intensificación de las relaciones entre
las culturas, que debería llevar a un verdadero y fructuoso diálogo
entre los diferentes grupos y naciones, no perturbe la vida de las
comunidades, no eche por tierra la sabiduría de los antepasados ni ponga
en peligro el genio propio de los pueblos?
¿De qué forma hay que favorecer el dinamismo y la expansión de la
nueva cultura sin que perezca la fidelidad viva a la herencia de las
tradiciones? Esto es especialmente urgente allí donde la cultura, nacida
del enorme progreso de la ciencia y de la técnica se ha de compaginar
con el cultivo del espíritu, que se alimenta, según diversas
tradiciones, de los estudios clásicos.
¿Cómo la tan rápida y progresiva dispersión de las disciplinas
científicas puede armonizarse con la necesidad de formar su síntesis y
de conservar en los hombres la facultades de la contemplación y de la
admiración, que llevan a la sabiduría?
¿Qué hay que hacer para que todos los hombres participen de los
bienes culturales en el mundo, si al mismo tiempo la cultura de los
especialistas se hace cada vez más inaccesible y compleja?
¿De qué manera, finalmente, hay que reconocer como legítima la
autonomía que reclama para sí la cultura, sin llegar a un humanismo
meramente terrestre o incluso contrario a la misma religión?
En medio de estas antinomias se ha de desarrollar hoy la cultura
humana, de tal manera que cultive equilibradamente a la persona humana
íntegra y ayude a los hombres en las tareas a cuyo cumplimiento todos, y
de modo principal los cristianos, están llamados, unidos fraternalmente
en una sola familia humana.
Sección 2.- Algunos principios para la sana promoción de la
cultura
La fe y la cultura
57. Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y
gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el
contrario, aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de
trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano.
En realidad, el misterio de la fe cristiana ofrece a los cristianos
valiosos estímulos y ayudas para cumplir con más intensidad su misión y,
sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa actividad que sitúa a
la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la entera
vocación del hombre.
El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda
de los recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y
llegue a ser morada digna de toda la familia humana y cuando
conscientemente asume su parte en la vida de los grupos sociales, cumple
personalmente el plan mismo de Dios, manifestado a la humanidad al
comienzo de los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la
creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún, obedece
al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.
Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de
la filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales y se
dedica a las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia humana
se eleve a los conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y
al juicio del valor universal, y así sea iluminada mejor por la
maravillosa Sabiduría, que desde siempre estaba con Dios disponiendo
todas las cosas con El, jugando en el orbe de la tierra y encontrando
sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.
Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de
las cosas, puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y a la
contemplación del Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia se
dispone a reconocer al Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para
salvarlo todo y recapitular todo en El, estaba en el mundo como luz
verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).
Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las
cuales, debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas
esencias de las cosas, puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo
cuando el método de investigación usado por estas disciplinas se
considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad. Es
más, hay el peligro de que el hombre, confiado con exceso en los
inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y deje de buscar ya
cosas más altas.
Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos
necesarios de la cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la
tentación de no reconocer los valores positivos de ésta. Entre tales
valores se cuentan: el estudio de las ciencias y la exacta fidelidad a
la verdad en las investigaciones científicas, la necesidad de trabajar
conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la solidaridad
internacional, la conciencia cada vez más intensa de la responsabilidad
de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la voluntad
de lograr condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente
para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural.
Todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje
del Evangelio, la cual puede ser informada con la caridad divina por
Aquel que vino a salvar el mundo.
Múltiples conexiones entre la buena nueva de Cristo y la
cultura
58. Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de
salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo
hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, habló
según los tipos de cultura propios de cada época.
De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la
historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las
diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su
predicación a todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con
mayor profundidad, para expresarlo mejor en la celebración litúrgica y
en la vida de la multiforme comunidad de los fieles.
Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin
distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva e
indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida,
a costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y
consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en
comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al
mismo tiempo a la propia Iglesia y las diferentes culturas.
La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura
del hombre, caído, combate y elimina los errores y males que provienen
de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente
la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde
sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada
pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo.
Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo,
a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la
litúrgica, educa al hombre en la libertad interior.
Hay que armonizar diferentes valores en el seno de las culturas
59. Por las razones expuestas, la Iglesia recuerda a todos que la
cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona
humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo
cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la
capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un
juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral
y social.
Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza
racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa
libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar
según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto y
goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los
derechos de la persona y de la sociedad, particular o mundial, dentro de
los límites del bien común.
El sagrado Sínodo, recordando lo que enseñó el Concilio Vaticano I,
declara que "existen dos órdenes de conocimiento" distintos, el de la fe
y el de la razón; y que la Iglesia no prohíbe que "las artes y las
disciplinas humanas gocen de sus propios principios y de su propio
método..., cada una en su propio campo", por lo cual, "reconociendo esta
justa libertad", la Iglesia afirma la autonomía legítima de la cultura
humana, y especialmente la de las ciencias.
Todo esto pide también que el hombre, salvados el orden moral y la
común utilidad, pueda investigar libremente la verdad y manifestar y
propagar su opinión, lo mismo que practicar cualquier ocupación, y, por
último, que se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos.
A la autoridad pública compete no el determinar el carácter propio de
cada cultura, sino el fomentar las condiciones y los medios para
promover la vida cultural entre todos aun dentro de las minorías de
alguna nación. Por ello hay que insistir sobre todo en que la cultura,
apartada de su propio fin, no sea forzada a servir al poder político o
económico.
Sección 3.- Algunas obligaciones más urgentes de los cristianos respecto
a la cultura
El reconocimiento y ejercicio efectivo
del derecho personal a la cultura
60. Hoy día es posible liberar a muchísimos hombres de la miseria de
la ignorancia. Por ello, uno de los deberes más propios de nuestra
época, sobre todo de los cristianos, es el de trabajar con ahínco para
que tanto en la economía como en la política, así en el campo nacional
como en el internacional, se den las normas fundamentales para que se
reconozca en todas partes y se haga efectivo el derecho a todos a la
cultura, exigido por la dignidad de la persona, sin distinción de raza,
sexo, nacionalidad, religión o condición social. Es preciso, por lo
mismo, procurar a todos una cantidad suficiente de bienes culturales,
principalmente de los que constituyen la llamada cultura "básica", a fin
de evitar que un gran número de hombres se vea impedido, por su
ignorancia y por su falta de iniciativa, de prestar su cooperación
auténticamente humana al bien común.
Se debe tender a que quienes están bien dotados intelectualmente
tengan la posibilidad de llegar a los estudios superiores; y ello de tal
forma que, en la medida de lo posible, puedan desempeñar en la sociedad
las funciones, tareas y servicios que correspondan a su aptitud natural
y a la competencia adquirida. Así podrán todos los hombres y todos los
grupos sociales de cada pueblo alcanzar el pleno desarrollo de su vida
cultural de acuerdo con sus cualidades y sus propias tradiciones.
Es preciso, además, hacer todo lo posible para que cada cual adquiera
conciencia del derecho que tiene a la cultura y del deber que sobre él
pesa de cultivarse a sí mismo y de ayudar a los demás. Hay a veces
situaciones en la vida laboral que impiden el esfuerzo de superación
cultural del hombre y destruyen en éste el afán por la cultura. Esto se
aplica de modo especial a los agricultores y a los obreros, a los cuales
es preciso procurar tales condiciones de trabajo, que, lejos de impedir
su cultura humana, la fomenten. Las mujeres ya actúan en casi todos los
campos de la vida, pero es conveniente que puedan asumir con plenitud su
papel según su propia naturaleza. Todos deben contribuir a que se
reconozca y promueva la propia y necesaria participación de la mujer en
la vida cultural.
La educación para la cultura íntegra del hombre
61. Hoy día es más difícil que antes sintetizar las varias
disciplinas y ramas del saber. Porque, al crecer el acervo y la
diversidad de elementos que constituyen la cultura, disminuye al mismo
tiempo la capacidad de cada hombre para captarlos y armonizarlos
orgánicamente, de forma que cada vez se va desdibujando más la imagen
del hombre universal. Sin embargo, queda en pie para cada hombre el
deber de conservar la estructura de toda la persona humana, en la que
destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y
fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido
sanados y elevados maravillosamente en Cristo.
La madre nutricia de esta educación es ante todo la familia: en ella
los hijos, en un clima de amor, aprenden juntos con mayor facilidad la
recta jerarquía de las cosas, al mismo tiempo que se imprimen de modo
como natural en el alma de los adolescentes formas probadas de cultura a
medida que van creciendo.
Para esta misma educación las sociedades contemporáneas disponen de
recursos que pueden favorecer la cultura universal, sobre todo dada la
creciente difusión del libro y los nuevos medios de comunicación
cultural y social. Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de
trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los
descansos oportunamente para distracción del ánimo y para consolidar la
salud del espíritu y del cuerpo, ya sea entregándose a actividades o a
estudios libres, ya a viajes por otras regiones (turismo), con los que
se afina el espíritu y los hombres se enriquecen con el mutuo
conocimiento; ya con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan
a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a
establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases,
naciones y razas. Cooperen los cristianos también para que las
manifestaciones y actividades culturales colectivas, propias de nuestro
tiempo, se humanicen y se impregnen de espíritu cristiano.
Todas estas posibilidades no pueden llevar la educación del hombre al
pleno desarrollo cultural de sí mismo, si al mismo tiempo se descuida el
preguntarse a fondo por el sentido de la cultura y de la ciencia para la
persona humana.
Acuerdo entre la cultura humana y la educación cristiana
62. Aunque la Iglesia ha contribuido mucho al progreso de la cultura,
consta, sin embargo, por experiencia que por causas contingentes no
siempre se ve libre de dificultades al compaginar la cultura con la
educación cristiana.
Estas dificultades no dañan necesariamente a la vida de fe; por el
contrario, pueden estimular la mente a una más cuidadosa y profunda
inteligencia de aquélla. Puesto que los más recientes estudios y los
nuevos hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía
suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e
incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas. Por otra parte, los
teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia
sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de
comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el
depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de
formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado. Hay que
reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los
principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias
profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los
fieles y una más pura y madura vida de fe.
También la literatura y el arte son, a su modo, de gran importancia
para la vida de la Iglesia. En efecto, se proponen expresar la
naturaleza propia del hombre, sus problemas y sus experiencias en el
intento de conocerse mejor a sí mismo y al mundo y de superarse; se
esfuerzan por descubrir la situación del hombre en la historia y en el
universo, por presentar claramente las miserias y las alegrías de los
hombres, sus necesidades y sus recurso, y por bosquejar un mejor
porvenir a la humanidad. Así tienen el poder de elevar la vida humana en
las múltiples formas que ésta reviste según los tiempos y las regiones.
Por tanto, hay que esforzarse para los artistas se sientan
comprendidos por la Iglesia en sus actividades y, gozando de una
ordenada libertad, establezcan contactos más fáciles con la comunidad
cristiana. También las nuevas formas artísticas, que convienen a
nuestros contemporáneos según la índole de cada nación o región, sean
reconocidas por la Iglesia. Recíbanse en el santuario, cuando elevan la
mente a Dios, con expresiones acomodadas y conforme a las exigencias de
la liturgia.
De esta forma, el conocimiento de Dios se manifiesta mejor y la
predicación del Evangelio resulta más transparente a la inteligencia
humana y aparece como embebida en las condiciones de su vida.
Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su
tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir,
cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las nuevas
ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con la moral
cristiana y con la enseñanza de la doctrina cristiana, para que la
cultura religiosa y la rectitud de espíritu de las ciencias y de los
diarios progresos de la técnica; así se capacitarán para examinar e
interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano.
Los que se dedican a las ciencias teológicas en los seminarios y
universidades, empéñense en colaborar con los hombres versados en las
otras materias, poniendo en común sus energías y puntos de vista. la
investigación teológica siga profundizando en la verdad revelada sin
perder contacto con su tiempo, a fin de facilitar a los hombres cultos
en los diversos ramos del saber un más pleno conocimiento de la fe. Esta
colaboración será muy provechosa para la formación de los ministros
sagrados, quienes podrán presentar a nuestros contemporáneos la doctrina
de la Iglesia acerca de Dios, del hombre y del mundo, de forma más
adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más gustosamente aceptable
por parte de ellos.
Más aún, es de desear que numerosos laicos reciban una buena formación
en las ciencias sagradas, y que no pocos de ellos se dediquen ex
profeso a estos estudios y profundicen en ellos. Pero para que
puedan llevar a buen término su tarea debe reconocerse a los fieles,
clérigos o laicos, la justa libertad de investigación, de pensamiento y
de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los ampos
que son de su competencia.
CAPÍTULO III
LA VIDA ECONÓMICO-SOCIAL
Algunos aspectos de la vida económica
63. También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse
la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda
la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la
vida económico- social.
La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social,
se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la
naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones
sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y
pueblos, así como también por la cada vez más frecuente intervención del
poder público.
Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la
organización del comercio y de los servicios han convertido a la
economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades
acrecentada de la familia humana.
Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre
todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la
economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está
como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de
economía colectivizada como en las otras.
En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se
le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las
desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un
endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones
de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras
muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos,
aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan
sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos
pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda
iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en
condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre
los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un
parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada
día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente
desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma
paz mundial.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas
disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de
las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo
moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas.
Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un
cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia,
en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado
los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto
en orden a la vida individual y social como en orden a la vida
internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos
tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con
las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes
sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.
Sección I.- El desarrollo económico
Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre
64. Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y
responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tiende
con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la
prestación de los servicios.
Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de
innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación
de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan
en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho
progreso. La finalidad fundamental de esta producción no es el mero
incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el
servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus
necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales,
espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de
hombres, sin distinción de raza o continente. De esta forma, la
actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes
propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los
designios de Dios sobre el hombre.
El desarrollo económico, bajo el control humano
65. El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe
quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en
exceso, ni tampoco en manos de una sola comunidad política o de ciertas
naciones más poderosas.
Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible
de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las naciones,
puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es
necesario que las iniciativas espontáneas de los individuos y de sus
asociaciones libres colaboren con los esfuerzos de las autoridades
públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.
No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de
la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la
autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las
doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una
falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la
persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la
producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho
que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir, según
sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad.
En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de
todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que
retienen sus riquezas improductivamente o los que -salvado el derecho
personal de emigración- privan a su comunidad de los medios materiales y
espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales
66. Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay
que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a
los derechos de las personas y a las características de cada pueblo,
desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias
económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a
discriminaciones individuales y sociales.
De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares
dificultades de la agricultura tanto en la producción como en la venta
de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para que aumenten su
capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e
innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como
sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior
categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes,
aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no
puede darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es
necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten
la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su familia.
Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de
otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de
una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en
materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad
entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como
personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben
ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un
alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del
país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible,
deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.
En las economías en período de transición, como sucede en las formas
nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la
autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y
adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y
profesional congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad
humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven
aquejados por graves dificultades.
Sección 2.- Algunos principios reguladores del conjunto de la vida
económico-social
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
67. El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el
comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de
la vida económico, pues estos últimos no tienen otro papel que el de
instrumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente
de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que
trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su
familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a
sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera
caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina.
No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los
hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio
al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos
en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar
fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la
sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los
ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo
suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que
permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material,
social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y
la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y
el bien común.
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de
los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con
daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente
también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos
de su propio trabajo.
Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes
económicas. El conjunto del proceso de la producción debe, pues,
ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada
uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a
las madres de familia, teniendo siempre en cuanta el sexo y la edad.
Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus
cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo. Al aplicar,
con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus fuerzas,
disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les
permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más
aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las
cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.
Participación en la empresa y en la organización
general de la economía.
Conflictos laborales
68. En las empresas económicas son personas las que se asocian, es
decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello,
teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios,
administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad
necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de
todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar
con acierto.
Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles
institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y
sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus
hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes
decisiones por sí mismos o por medio de representantes libremente
elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse
el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que
representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta
ordenación de la vida económica, así como también el derecho de
participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo
de represalias.
Por medio de esta ordenada participación, que está unida al progreso en
la formación económica y social, crecerá más y más entre todos el
sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse
colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total
del desarrollo económico y social y del logro del bien común universal.
En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por
encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre
primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la
situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario,
aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las
aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto
antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres
69. Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de
todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben
llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la
compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad,
adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las
circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este
destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no
debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no
le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el
derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para
sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de
los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los
hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con
los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema
tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo
como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el
sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que,
acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de
hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias
posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en
primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan
ayudarse y desarrollarse por sí mismos.
En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de
los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres y
tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes
absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de
considerar como en absoluto inmutables ciertas costumbres si no
responden ya a las nuevas exigencias de la época presente; pero, por
otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres
honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar
muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy
desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y
a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común
de los bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los
servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por
fin la cultura y la educación. Al organizar todas estas instituciones
debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de
pasividad con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política monetaria
70. Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de
trabajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los
responsables de las inversiones y de la organización de la vida
económica, tanto los particulares como los grupos o las autoridades
públicas, deben tener muy presentes estos fines y reconocer su grave
obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo
necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la
comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo
equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y
colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura.
Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las
naciones o de las regiones menos desarrolladas económicamente. En
materia de política monetaria cuídese no dañar al bien de la propia
nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente
débiles no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la
moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los bienes.
Problema de los latifundios
71. La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los
bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece
ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la
economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos,
individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos
aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía
personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la
libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de
la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades
civiles.
Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se
diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo
elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos
sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe
afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los
bienes inmateriales, como es la capacidad profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas
formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la propiedad
pública sólo puede ser hecha por la autoridad competente de acuerdo con
las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último,
supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además,
impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común.
La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza,
una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los
bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas
veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta
el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho
mismo.
En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen
posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas
o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor
parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias
y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de
urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna
parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del
hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los
intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de
inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y
responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la
vida social y política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan
por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora
de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo,
el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de
las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean
capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los
elementos y servicios indispensables, en particular los medios de
educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo
cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación, debe
valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta todo el
conjunto de las circunstancias.
La actividad económico-social y el reino de Cristo
72. Los cristianos que toman parte activa en el movimiento
económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad,
convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad
y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este
campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son
absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa
jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de
que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con
el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu
de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios,
encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus
hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de
la caridad.
CAPÍTULO IV
LA VIDA EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
La vida pública en nuestros días
73. En nuestra época se advierten profundas transformaciones también
en las estructuras y en las instituciones de los pueblos como
consecuencia de la evolución cultural, económica y social de estos
últimos. Estas transformaciones ejercen gran influjo en la vida de la
comunidad política principalmente en lo que se refiere a los derechos y
deberes de todos en el ejercicio de la libertad política y en el logro
del bien común y en lo que toca a las relaciones de los ciudadanos entre
sí y con la autoridad pública.
La conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas
regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden
político-jurídico que proteja mejor en la vida pública los derechos de
la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación,
de expresar las propias opiniones y de profesar privada y públicamente
la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es
condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como
miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en
el gobierno de la cosa pública.
Con el desarrollo cultural, económico y social se consolida en la
mayoría el deseo de participar más plenamente en la ordenación de la
comunidad política. En la conciencia de muchos se intensifica el afán
por respetar los derechos de las minorías, sin descuidar los deberes de
éstas para con la comunidad política; además crece por días el respeto
hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas; al mismo
tiempos e establece una mayor colaboración a fin de que todos los
ciudadanos, y no solamente algunos privilegiados, puedan hacer uso
efectivo de los derechos personales.
Se reprueban también todas las formas políticas, vigentes en ciertas
regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican
las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían el
ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla
al servicio de un grupo o de los propios gobernantes.
La mejor manera de llagar a una política auténticamente humana es
fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del
servicio al bien común y robustecer las convicciones fundamentales en lo
que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política y al fin,
recto ejercicio y límites de los poderes públicos.
Naturaleza y fin de la comunidad política
74. Los hombres, las familias y los diversos grupos que constituyen
la comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para
lograr una vida plenamente humana y perciben la necesidad de una
comunidad más amplia, en la cual todos conjuguen a diario sus energías
en orden a una mejor procuración del bien común. Por ello forman
comunidad política según tipos institucionales varios. La comunidad
política nace, pues, para buscar el bien común, en el que encuentra su
justificación plena y su sentido y del que deriva su legitimidad
primigenia y propia. El bien común abarca el conjunto de aquellas
condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y
las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia
perfección.
Pero son muchos y diferentes los hombres que se encuentran en una
comunidad política, y pueden con todo derecho inclinarse hacia
soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no
perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija
la acción de todos hacia el bien común no mecánica o despóticamente,
sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa en la
libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.
Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública
se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden
previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la
designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los
ciudadanos.
Síguese también que el ejercicio de la autoridad política, así en la
comunidad en cuanto tal como en las instituciones representativas, debe
realizarse siempre dentro de los límites del orden moral para procurar
el bien común -concebido dinámicamente- según el orden jurídico
legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los
ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se
deducen la responsabilidad, la dignidad y la importancia de los
gobernantes.
Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a
los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien
común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus
conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites
que señala la ley natural y evangélica.
Las modalidades concretas por las que la comunidad política organiza
su estructura fundamental y el equilibrio de los poderes públicos pueden
ser diferentes, según el genio de cada pueblo y la marcha de su
historia. Pero deben tender siempre a formar un tipo de hombre culto,
pacífico y benévolo respecto de los demás para provecho de toda la
familia humana.
Colaboración de todos en la vida pública
75. Es perfectamente conforme con la naturaleza humana que se
constituyan estructuras político-jurídicas que ofrezcan a todos los
ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente,
posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la
fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el
gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción
y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los
gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al
mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el
bien común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio
del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas
de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados
felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden
jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones
institucionales de la autoridad política, así como también la protección
eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse, respétense y
promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las
asociaciones, así como su ejercicio, no menos que los deberes cívicos de
cada uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar
a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien
común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las asociaciones
familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que
más bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los
ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a
la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera
inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la
responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones
sociales.
A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes
públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia
social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que
ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda
libre del bien completo del hombre. Según las diversas regiones y la
evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso modo las
relaciones entre la socialización y la autonomía y el desarrollo de la
persona. Esto no obstante, allí donde por razones de bien común se
restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la
libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias. De
todos modos, es inhumano que la autoridad política caiga en formas
totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la
persona o de los grupos sociales.
Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la
patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre al
mismo tiempo por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase
de vínculos entre las razas, pueblos y naciones.
Los cristianos todos deben tener conciencia de la vocación particular
y propia que tienen en la comunidad política; en virtud de esta vocación
están obligados a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de
servicio al bien común, así demostrarán también con los hechos cómo
pueden armonizarse la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y
la necesaria solidaridad del cuerpo social, las ventajas de la unidad
combinada con la provechosa diversidad. El cristiano debe reconocer la
legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar
a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de
ver. Los partidos políticos deben promover todo lo que a su juicio exige
el bien común; nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses
propios al bien común.
Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que
hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo para
la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión
en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser
capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política,
prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio
interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con
prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y
el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político;
conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza
política, al servicio de todos.
La comunidad política y la Iglesia
76. Es de suma importancia, sobre todo allí donde existe una sociedad
pluralística, tener un recto concepto de las relaciones entre la
comunidad política y la Iglesia y distinguir netamente entre la acción
que los cristianos, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título
personal, como ciudadanos de acuerdo con su conciencia cristiana, y la
acción que realizan, en nombre de la Iglesia, en comunión con sus
pastores.
La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se
confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a
sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter
trascendente de la persona humana.
La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas,
cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso
título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre.
Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de
todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida
cuesta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no
se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia
humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su
parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez
más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y
entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos
los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de
los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la
responsabilidad políticas del ciudadano.
Cuando los apóstoles y sus sucesores y los cooperadores de éstos son
enviados para anunciar a los hombres a Cristo, Salvador del mundo, en el
ejercicio de su apostolado se apoyan sobre el poder de Dios, el cual
muchas veces manifiesta la fuerza del Evangelio en la debilidad de sus
testigos.
Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra de Dios
utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se
diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza.
Ciertamente, las realidades temporales y las realidades
sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia
se sirve de medios temporales en cuanto su propia misión lo exige.
No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder
civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos
legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar
la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra
disposición. Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en
todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina
social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su
juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político,
cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación
de las almas, utilizando todos y solos aquellos medios que sean
conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos
y de situaciones.
Con su fiel adhesión al Evangelio y el ejercicio de su misión en el
mundo, la Iglesia, cuya misión es fomentar y elevar todo cuanto de
verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana, consolida la
paz en la humanidad para gloria de Dios
CAPÍTULO V
EL FOMENTO DE LA PAZ Y LA PROMOCIÓN
DE LA COMUNIDAD DE LOS PUEBLOS
Introducción
77. En estos últimos años, en los que aún perduran entre los hombres
la aflicción y las angustias nacidas de la realidad o de la amenaza de
una guerra, la universal familia humana ha llegado en su proceso de
madurez a un momento de suprema crisis.
Unificada paulatinamente y ya más consciente en todo lugar de su unidad,
no puede llevar a cabo la tarea que tiene ante sí, es decir, construir
un mundo más humano para todos los hombres en toda la extensión de la
tierra, sin que todos se conviertan con espíritu renovado a la verdad de
la paz. De aquí proviene que el mensaje evangélico, coincidente con los
más profundos anhelos y deseos del género humano, luzca en nuestros días
con nuevo resplandor al proclamar bienaventurados a los constructores de
la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Por esto el Concilio, al tratar de la nobilísima y auténtica noción
de la paz, después de condenar la crueldad de la guerra, pretende hacer
un ardiente llamamiento a los cristianos para que con el auxilio de
Cristo, autor de la paz, cooperen con todos los hombres a cimentar la
paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz.
Naturaleza de la paz
78. La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo
equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía
despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la
justicia (Is 32, 7).
Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino
Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta
justicia, han de llevar a cabo. El bien común del género humano se rige
primariamente por la ley eterna, pero en sus exigencias concretas,
durante el transcurso del tiempo, está cometido a continuos cambios; por
eso la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer.
Dada la fragilidad de la voluntad humana, herida por el pecado, el
cuidado por la paz reclama de cada uno constante dominio de sí mismo y
vigilancia por parte de la autoridad legítima.
Esto, sin embargo, no basta. Esta paz en la tierra no se puede lograr
si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea
entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual.
Es absolutamente necesario el firme propósito de respetar a los demás
hombres y pueblos, así como su dignidad, y el apasionado ejercicio de la
fraternidad en orden a construir la paz. Así, la paz es también fruto
del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar.
La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y
efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el
propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a
todos los hombres por medio de su cruz, y, reconstituyendo en un solo
pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte
al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha
infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres.
Por lo cual, se llama insistentemente la atención de todos los
cristianos para que, viviendo con sinceridad en la caridad (Eph
4,15), se unan con los hombres realmente pacíficos para implorar y
establecer la paz.
Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos
que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos,
recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance
incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de
los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad.
En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el
peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que
los hombres, unidos por la caridad, triunfen del pecado, pueden también
reportar la victoria sobre la violencia hasta la realización de aquella
palabra: De sus espadas forjarán arados, y de sus lanzas hoces. Las
naciones no levantarán ya más la espada una contra otra y jamás se
llevará a cabo la guerra (Is 2,4).
Sección I.- Obligación de evitar la guerra
Hay que frenar la crueldad de las guerras
79. A pesar de que las guerras recientes han traído a nuestro mundo
daños gravísimos materiales y morales, todavía a diario en algunas zonas
del mundo la guerra continúa sus devastaciones.
Es más, al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su
crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie, que
supere, enormemente la de los tiempos pasados. La complejidad de la
situación actual y el laberinto de las relaciones internaciones permiten
prolongar guerras disfrazadas con nuevos métodos insidiosos y
subversivos. En muchos casos se admite como nuevo sistema de guerra el
uso de los métodos del terrorismo.
Teniendo presente esta postración de la humanidad el Concilio
pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural
de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia del
género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios.
Los actos, pues, que se oponen deliberadamente a tales principios y las
órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no
puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar
ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un
pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos
como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la
valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan
semejantes cosas.
Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados
internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones
militares y sus consecuencias sean menos inhumanas; tales son los que
tratan del destino de los combatientes heridos o prisioneros y otros por
el estilo.
Hay que cumplir estos tratados; es más, están obligados todos,
especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias,
a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga
mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras. También
parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el
caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y
aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma.
Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la humanidad.
Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional
competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los
recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de
legítima defensa a los gobiernos.
A los jefes de Estado y a cuantos participan en los cargos de gobierno
les incumbe el deber de proteger la seguridad de los pueblos a ellos
confiados, actuando con suma responsabilidad en asunto tan grave. Pero
una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y
otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no
legitima cualquier uso militar o político de ella. Y una vez estallada
lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los
beligerantes.
Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejercicio,
considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos,
pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar
la paz.
La guerra total
80. El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente
con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las
operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e
indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los
límites de la legítima defensa.
Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en
los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza
casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en
cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los
perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.
Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente
nueva. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria cuanta de
sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes dependerá en
gran parte el curso de los tiempos venideros.
Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las
condenaciones de la guerra mundial expresadas por los últimos Sumos
Pontífices, declara:
Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de
ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un
crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin
vacilaciones.
El riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da
ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer
tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las
voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles.
Para que esto jamás suceda en el futuro, los obispos de toda la tierra
reunidos aquí piden con insistencia a todos, principalmente a los jefes
de Estado y a los altos jefes del ejército, que consideren
incesantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante toda la
humanidad.
La carrera de armamentos
81. Las armas científicas no se acumulan exclusivamente para el
tiempo de guerra. Puesto que la seguridad de la defensa se juzga que
depende de la capacidad fulminante de rechazar al adversario, esta
acumulación de armas, que se agrava por años, sirve de manera insólita
para aterrar a posibles adversarios. Muchos la consideran como el más
eficaz de todos los medios para asentar firmemente la paz entre las
naciones.
Sea lo que fuere de este sistema de disuasión, convénzanse los
hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas
naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el
llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica.
De ahí que no sólo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más
bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco. Al gastar inmensas
cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se pueden remediar
suficientemente tantas miserias del mundo entero. En vez de restañar
verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas
del mundo quedan afectadas por ellas. Hay que elegir nuevas rutas que
partan de una renovación de la mentalidad para eliminar este escándalo y
poder restablecer la verdadera paz, quedando el mundo liberado de la
ansiedad que le oprime.
Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es
la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera
intolerable. Hay que temer seriamente que, si perdura, engendre todos
los estragos funestos cuyos medios ya prepara.
Advertidos de las calamidades que el género humano ha hecho posibles,
empleemos la pausa de que gozamos, concedida de lo Alto, para, con mayor
conciencia de la propia responsabilidad, encontrar caminos que
solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre.
La Providencia divina nos pide insistentemente que nos liberemos de la
antigua esclavitud de la guerra. Si renunciáramos a este intento, no
sabemos a dónde nos llevará este mal camino por el que hemos entrado.
Prohibición absoluta de la guerra.
La acción internacional para evitar la guerra
82. Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas
nuestras fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones,
pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el
establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos,
con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la
justicia y el respeto de los derechos. Pero antes de que se pueda
establecer tan deseada autoridad es necesario que las actuales
asociaciones internacionales supremas se dediquen de lleno a estudiar
los medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de nacer de la
mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones por
el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la
carrera de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad
la reducción de armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo
acuerdo, con auténticas y eficaces garantías.
No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que
aún se llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay
que ayudar la buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las
enormes preocupaciones de sus altos cargos, movidos por el gravísimo
deber que les acucia, se esfuerzan, por eliminar la guerra, que
aborrecen, aunque no pueden prescindir de la complejidad inevitable de
las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que les dé fuerzas para
perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta tarea de
sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo
cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá
de las fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a
la ambición de dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto
por toda la humanidad, que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su
mayor unidad.
Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y
conversaciones diligente e ininterrumpidamente celebrados y los
congresos internacionales que han tratado de este asunto deben ser
considerados como los primeros pasos para solventar temas tan espinosos
y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia en el futuro para
obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el confiarse
sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la
propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son
garantes del bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores
del bien de todo el mundo, dependen enormemente de las opiniones y de
los sentimientos de las multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la
construcción de la paz mientras los sentimientos de hostilidad, de menos
precio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías
obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan entre sí. Es de suma
urgencia proceder a una renovación en la educación de la mentalidad y a
una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan a la
tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la
opinión pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de
formar las mentes de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos
todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe
entero y en aquellos trabajos que toso juntos podemos llevar a cabo para
que nuestra generación mejore.
Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en
el futuro tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez
depuestos los odios y las enemistades, la humanidad, que ya está en
grave peligro, aun a pesar de su ciencia admirable, quizá sea arrastrada
funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz
horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto, la Iglesia de
Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de esperar
firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente,
quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable
para que cambien los corazones, éste es el día de la salvación.
Sección 2.- Edificar la comunidad internacional
Causas y remedios de las discordias
83. Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen
las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las
guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las
injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades
económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones
necesarias. Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las
personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la
envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas.
Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas
hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de
luchas y violencias entre los hombres. Como, además, existen los mismos
males en las relaciones internacionales, es totalmente necesario que,
para vencer y prevenir semejantes males y para reprimir las violencias
desenfrenadas, las instituciones internacionales cooperen y se coordinen
mejor y más firmemente y se estimule sin descanso la creación de
organismos que promuevan la paz.
La comunidad de las naciones y las instituciones
internacionales
84. Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua dependencia
que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de
la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común
universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un
ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo
particularmente en cuanta las numerosas regiones que se encuentran aún
hoy en estado de miseria intolerable.
Para lograr estos fines, las instituciones de la comunidad
internacional deben, cada una por su parte, proveer a las diversas
necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social,
alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples
circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la
necesidad general que las naciones en vías de desarrollo sienten de
fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación
de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias.
Las instituciones internacionales, mundiales o regionales ya
existentes son beneméritas del género humano. Son los primeros conatos
de echar los cimientos internaciones de toda la comunidad humana para
solucionar los gravísimos problemas de hoy, señaladamente para promover
el progreso en todas partes y evitar la guerra en cualquiera de sus
formas. En todos estos campos, la Iglesia se goza del espíritu de
auténtica fraternidad que actualmente florece entre los cristianos y los
no cristianos, y que se esfuerza por intensificar continuamente los
intentos de prestar ayuda para suprimir ingentes calamidades.
La cooperación internacional en el orden económico
85. La actual unión del género humano exige que se establezca también
una mayor cooperación internacional en el orden económico. Pues la
realidad es que, aunque casi todos los pueblos han alcanzado la
independencia, distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades y
de toda suerte de inadmisibles dependencias, así como de alejar de sí el
peligro de las dificultades internas.
El progreso de un país depende de los medios humanos y financieros de
que dispone. Los ciudadanos deben prepararse, pro medio de la educación
y de la formación profesional, al ejercicio de las diversas funciones de
la vida económica y social. Para esto se requiere la colaboración de
expertos extranjeros que en su actuación se comporten no como
dominadores, sino como auxiliares y cooperadores. La ayuda material a
los países en vías de desarrollo no podrá prestarse si no se operan
profundos cambios en las estructuras actuales del comercio mundial. Los
países desarrollados deberán prestar otros tipos de ayuda, en forma de
donativos, préstamos o inversión de capitales; todo lo cual ha de
hacerse con generosidad y sin ambición por parte del que ayuda y con
absoluta honradez por parte del que recibe tal ayuda.
Para establecer un auténtico orden económico universal hay que acabar
con las pretensiones de lucro excesivo, las ambiciones nacionalistas, el
afán de dominación política, los cálculos de carácter militarista y las
maquinaciones para difundir e imponer las ideologías. Son muchos los
sistemas económicos y sociales que hoy se proponen; es de desear que los
expertos sepan encontrar en ellos los principios básicos comunes de un
sano comercio mundial. Ello será fácil si todos y cada uno deponen sus
prejuicios y se muestran dispuestos a un diálogo sincero.
Algunas normas oportunas
86. Para esta cooperación parecen oportunas las normas siguientes:
a) Los pueblos que están en vías de desarrollo entiendan bien que han de
buscar expresa y firmemente, como fin propio del progreso, la plena
perfección humana de sus ciudadanos. Tengan presente que el progreso
surge y se acrecienta principalmente por medio del trabajo y la
preparación de los propios pueblos, progreso que debe ser impulsado no
sólo con las ayudas exteriores, sino ante todo con el desenvolvimiento
de las propias fuerzas y el cultivo de las dotes y tradiciones propias.
En esta tarea deben sobresalir quienes ejercen mayor influjo sobre sus
conciudadanos.
b) Por su parte, los pueblos ya desarrollados tienen la obligación
gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo a cumplir tales
cometidos. Por lo cual han de someterse a las reformas psicológicas y
materiales que se requieren para crear esta cooperación internacional.
Busquen así, con sumo cuidado en las relaciones comerciales con los
países más débiles y pobres, el bien de estos últimos, porque tales
pueblos necesitan para su propia sustentación los beneficios que logran
con la venta de sus mercancías.
c) Es deber de la comunidad internacional regular y estimular el
desarrollo de forma que los bienes a este fin destinados sean invertidos
con la mayor eficacia y equidad. Pertenece también a dicha comunidad,
salvado el principio de la acción subsidiaria, ordenar las relaciones
económicas en todo el mundo para que se ajusten a la justicia. Fúndense
instituciones capaces de promover y de ordenar el comercio
internacional, en particular con las naciones menos desarrolladas, y de
compensar los desequilibrios que proceden de la excesiva desigualdad de
poder entre las naciones. Esta ordenación, unida a otras ayudas de tipo
técnico, cultural o monetario, debe ofrecer los recursos necesarios a
los países que caminan hacia el progreso, de forma que puedan lograr
convenientemente el desarrollo de su propia economía.
d) En muchas ocasiones urge la necesidad de revisar las estructuras
económicas y sociales; pero hay que prevenirse frente a soluciones
técnicas poco ponderadas y sobre todo aquellas que ofrecen al hombre
ventajas materiales, pero se oponen a la naturaleza y al
perfeccionamiento espiritual del hombre. Pues no sólo de pan vive el
hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt
4,4). Cualquier parcela de la familia humana, tanto en sí misma como en
sus mejores tradiciones, lleva consigo algo del tesoro espiritual
confiado por Dios a la humanidad, aunque muchos desconocen su origen.
Cooperación internacional en lo tocante al crecimiento
demográfico
87. Es sobremanera necesaria la cooperación internacional en favor de
aquellos pueblos que actualmente con harta frecuencia, aparte de otras
muchas dificultades, se ven agobiados por la que proviene del rápido
aumento de su población. Urge la necesidad de que, por medio de una
plena e intensa cooperación de todos los países, pero especialmente de
los más ricos, se halle el modo de disponer y de facilitar a toda la
comunidad humana aquellos bienes que son necesarios para el sustento y
para la conveniente educación del hombre. Son varios los países que
podrían mejorar mucho sus condiciones de vida si pasaran, dotados de la
conveniente enseñanza, de métodos agrícolas arcaicos al empleo de las
nuevas técnicas, aplicándolas con la debida prudencia a sus condiciones
particulares una vez que se haya establecido un mejor orden social y se
haya distribuido más equitativamente la propiedad de las tierras.
Los gobiernos respectivos tienen derechos y obligaciones, en lo que
toca a los problemas de su propia población, dentro de los límites de su
específica competencia. Tales son, por ejemplo, la legislación social y
la familiar, la emigración del campo a la ciudad, la información sobre
la situación y necesidades del país. Como hoy la agitación que en torno
a este problema sucede a los espíritus es tan intensa, es de desear que
los católicos expertos en todas estas materias, particularmente en las
universidades, continúen con intensidad los estudios comenzados y los
desarrollen cada vez más.
Dado que muchos afirman que el crecimiento de la población mundial, o
al menos el de algunos países, debe frenarse por todos los medios y con
cualquier tipo de intervención de la autoridad pública, el Concilio
exhorta a todos a que se prevenga frente a las soluciones, propuestas en
privado o en público y a veces impuestas, que contradicen a la moral.
Porque, conforme al inalienable derecho del hombre al matrimonio y a la
procreación, la decisión sobre el número de hijos depende del recto
juicio de los padres, y de ningún modo puede someterse al criterio de la
autoridad pública. Y como el juicio de los padres requiere como
presupuesto una conciencia rectamente formada, es de gran importancia
que todos puedan cultivar una recta y auténticamente humana
responsabilidad que tenga en cuanta la ley divina, consideradas las
circunstancias de la realidad y de la época. Pero esto exige que se
mejoren en todas partes las condiciones pedagógicas y sociales y sobre
todo que se dé una formación religiosa o, al menos, una íntegra
educación moral. Dése al hombre también conocimiento sabiamente cierto
de los progresos científicos con el estudio de los métodos que pueden
ayudar a los cónyuges en la determinación del número de hijos, métodos
cuya seguridad haya sido bien comprobada y cuya concordancia con el
orden moral esté demostrada.
Misión de los cristianos en la cooperación internacional
88. Cooperen gustosamente y de corazón los cristianos en la
edificación del orden internacional con la observancia auténtica de las
legítimas libertades y la amistosa fraternidad con todos, tanto más
cuanto que la mayor parte de la humanidad sufre todavía tan grandes
necesidades, que con razón puede decirse que es el propio Cristo quien
en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus
discípulos. Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos
países, generalmente los que tienen una población cristiana
sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se
ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el
hambre, las enfermedades y toda clase de miserias. El espíritu de
pobreza y de caridad son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo.
Merecen, pues, alabanza y ayuda aquellos cristianos, en especial
jóvenes, que se ofrecen voluntariamente para auxiliar a los demás
hombres y pueblos. Más aún, es deber del Pueblo de Dios, y los primeros
los Obispos, con su palabra y ejemplo, el socorrer, en la medida de sus
fuerzas, las miserias de nuestro tiempo y hacerlo, como era ante
costumbre en la Iglesia, no sólo con los bienes superfluos, sino también
con los necesarios.
El modo concreto de las colectas y de los repartos, sin que tenga que
ser regulado de manera rígida y uniforme, ha de establecerse, sin
embargo, de modo conveniente en los niveles diocesano, nacional y
mundial, unida, siempre que parezca oportuno, la acción de los católicos
con la de los demás hermanos cristianos. Porque el espíritu de caridad
en modo alguno prohíbe el ejercicio fecundo y organizado de la acción
social caritativa, sino que lo impone obligatoriamente. Por eso es
necesario que quienes quieren consagrarse al servicio de los pueblos en
vías de desarrollo se formen en instituciones adecuadas.
Presencia eficaz de la Iglesia en la comunidad internacional
89. La Iglesia, cuando predica, basada en su misión divina, el
Evangelio a todos los hombres y ofrece los tesoros de la gracia,
contribuye a la consolidación de la paz en todas partes y al
establecimiento de la base firme de la convivencia fraterna entre los
hombres y los pueblos, esto es, el conocimiento de la ley divina y
natural. Es éste el motivo de la absolutamente necesaria presencia de la
Iglesia en la comunidad de los pueblos para fomentar e incrementar la
cooperación de todos, y ello tanto por sus instituciones públicas como
por la plena y sincera colaboración de los cristianos, inspirada pura y
exclusivamente por el deseo de servir a todos.
Este objetivo podrá alcanzarse con mayor eficacia si los fieles,
conscientes de su responsabilidad humana y cristiana, se esfuerzan por
despertar en su ámbito personal de vida la pronta voluntad de cooperar
con la comunidad internacional. En esta materia préstese especial
cuidado a la formación de la juventud tanto en la educación religiosa
como en la civil.
Participación del cristiano en las instituciones
internacionales
90. Forma excelente de la actividad internacional de los cristianos
es, sin duda, la colaboración que individual o colectivamente prestan en
las instituciones fundadas o por fundar para fomentar la cooperación
entre las naciones. A la creación pacífica y fraterna de la comunidad de
los pueblos pueden servir también de múltiples maneras las varias
asociaciones católicas internacionales, que hay que consolidar
aumentando el número de sus miembros bien formados, los medios que
necesitan y la adecuada coordinación de energías. La eficacia en la
acción y la necesidad del diálogo piden en nuestra época iniciativas de
equipo. Estas asociaciones contribuyen además no poco al desarrollo del
sentido universal, sin duda muy apropiado para el católico, y a la
formación de una conciencia de la genuina solidaridad y responsabilidad
universales.
Es de desear, finalmente, que los católicos, para ejercer como es
debido su función en la comunidad internacional, procuren cooperar
activa y positivamente con los hermanos separados que juntamente con
ellos practican la caridad evangélica, y también con todos los hombres
que tienen sed de auténtica paz.
El Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen
todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la
obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres juzga muy oportuno
que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función
estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo a los
países pobres y la justicia social internacional.
CONCLUSIÓN
Tarea de cada fiel y de las Iglesias particulares
91. Todo lo que, extraído del tesoro doctrinal de la Iglesia, ha
propuesto el Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros
días, a los que creen en Dios y a los que no creen en El de forma
explícita, a fin de que, con la más clara percepción de su entera
vocación, ajusten mejor el mundo a la superior dignidad del hombre,
tiendan a una fraternidad universal más profundamente arraigada y, bajo
el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, respondan a las
urgentes exigencias de nuestra edad.
Ante la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que
existen hoy en el mundo, esta exposición, en la mayoría de sus partes,
presenta deliberadamente una forma genérica; más aún, aunque reitera la
doctrina recibida en la Iglesia, como más de una vez trata de materias
sometidas a incesante evolución, deberá ser continuada y aplicada en el
futuro. Confiamos, sin embargo, que muchas de las cosas que hemos dicho,
apoyados en la palabra de Dios y en el espíritu del Evangelio, podrán
prestar a todos valiosa ayuda, sobre todo una vez que la adaptación a
cada pueblo y a cada mentalidad haya sido llevada a cabo por los
cristianos bajo la dirección de los pastores.
El diálogo entre todos los hombres
92. La Iglesia, en virtud de la misión que tiene de iluminar a todo
el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a
todos los hombres de cualquier nación, raza o cultura, se convierte en
señal de la fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero.
Lo cual requiere, en primer lugar, que se promueva en el seno de la
Iglesia la mutua estima, respeto y concordia, reconociendo todas las
legítimas diversidades, para abrir, con fecundidad siempre creciente, el
diálogo entre todos los que integran el único Pueblo de Dios, tanto los
pastores como los demás fieles. Los lazos de unión de los fieles son
mucho más fuertes que los motivos de división entre ellos. Haya unidad
en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo.
Nuestro espíritu abraza al mismo tiempo a los hermanos que todavía no
viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión y abraza también a
sus comunidades. Con todos ellos nos sentimos unidos por la confesión
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y por el vínculo de la
caridad, conscientes de que la unidad de los cristianos es objeto de
esperanzas y de deseos hoy incluso por muchos que no creen en Cristo.
Los avances que esta unidad realice en la verdad y en la caridad bajo la
poderosa virtud y la paz para el universo mundo. Por ello, con unión de
energías y en formas cada vez más adecuadas para lograr hoy con eficacia
este importante propósito, procuremos que, ajustándonos cada vez más al
Evangelio, cooperemos fraternalmente para servir a la familia humana,
que está llamada en Cristo Jesús a ser la familia de los hijos de Dios.
Nos dirigimos también por la misma razón a todos los que creen en
Dios y conservan en el legado de sus tradiciones preciados elementos
religiosos y humanos, deseando que el coloquio abierto nos mueva a todos
a recibir fielmente los impulsos del Espíritu y a ejecutarlos con ánimo
alacre.
El deseo de este coloquio, que se siente movido hacia la verdad por
impulso exclusivo de la caridad, salvando siempre la necesaria
prudencia, no excluye a nadie por parte nuestra, ni siquiera a los que
cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no reconocen
todavía al Autor de todos ellos. Ni tampoco excluye a aquellos que se
oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras. Dios Padre es el
principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser
hermanos. En consecuencia, con esta común vocación humana y divina,
podemos y debemos cooperar, sin violencias, sin engaños, en verdadera
paz, a la edificación del mundo.
Edificación del mundo y orientación de éste a Dios
93. Los cristianos recordando la palabra del Señor: En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Io
13,35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente
generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente,
con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias
de éste, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado
sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la tierra, y de la cual
deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el último día. No
todos los que dicen: "¡Señor, Señor!", entrarán en el reino de los
cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la
obra. Quiere el Padre que reconozcamos y amemos efectivamente a Cristo,
nuestro hermano, en todos los hombres, con la palabra y con las obras,
dando así testimonio de la Verdad, y que comuniquemos con los demás el
misterio del amor del Padre celestial. Por esta vía, en todo el mundo
los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del
Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la
paz y en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria
del Señor.
"Al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo
que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El
sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las
generaciones, por los siglos de los siglos. Amén." (Eph 3,20-21).
Todas y cada una de las cosas que en esta Constitución pastoral se
incluyen han obtenido el beneplácito de los Padres del sacrosanto
Concilio. Y Nos, en virtud de la autoridad apostólica a Nos confiada por
Cristo, todo ello, juntamente con los venerables Padres, lo aprobamos en
el Espíritu Santo, decretamos y establecemos, y ordenamos que se
promulgue, para gloria de Dios, todo los aprobado conciliarmente.
Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica. |
© Copyright Libreria Editrice Vaticana |
|